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Deportes 
  • Por: Andrés Díaz
  • jueves 18 agosto, 2022

Guillermo Vilas cumple 70 años: el trabajador del tenis que se convirtió en un mito inigualable del deporte mundial

Dos años. Dos largos años. Eternos como esos inviernos marplatenses. Dos años que se habían ido entre la escuela, el mar, el fútbol, las rocas, el frontón, la bicicleta, los amigos -los reales y los que surgían de su imaginación-, la playa. Dos años fueron los que pasaron hasta que aquellas paredes de la casa de la calle Peña, en pleno barrio Los Troncos, retumbaron con el grito de ese pibe rubio, solitario y libre. Eternamente libre.

"¡La rompí, la rompí… Rompí la raqueta!", se escuchó en el medio de la nada y mientras mamá, Maruxa, y Marcela, la hermana, se sacudían por el susto. Las dos corrieron, rápidamente, para ser testigos de la nueva aventura pergeñada por ese chico que ya tenía 8 años. Sí: Guillermo Vilas había roto su primer encordado de la Sarina Children que le había regalado su padre, José Roque, y sintió que, al fin, había llegado a ser un "tenista" hecho y derecho.

amás imaginó, en ese instante, los tiempos por venir, los títulos por ganar, la fama por conseguir, la idolatría de tantos, las horas de transpiración por consumir. No. Ese Guillermo Vilas que recién despegaba a la vida estaba orgulloso de sí mismo y se relamía pensando en el fin de semana que se le venía.

Porque ese siguiente sábado, como todos los sábados, los Vilas se instalarían en el Náutico y mientras el escribano José Roque cumplía con su doble rol de presidente de club y tenista aficionado, el pequeño Guillermo, estudiante del instituto Peralta Ramos por aquellos días, gastaría saliva y palabras para contar que esa cuerda brillante de color verde que lucía nueva en la ya vieja Sarina Children había sido colocada en el lugar de la azul y gastada que ya había sido olvidada en una bolsa junto con el resto de la basura de la esquina de la calle Peña.

Aquel no fue un día más para Guillermo Vilas. Ese día Guillermo Vilas supo que se había convertido en "tenista" sin haber entrado jamás a una cancha de tenis.

El "marplatense" Vilas en realidad nació en el instituto del Diagnóstico y Tratamiento de la ex calle Charcas (hoy Marcelo T. de Alvear) por razones que jamás fueron contadas por el protagonista. Pero en aquel agosto de 1952 los Vilas ─una familia de clase media alta, con un padre profesional a quien todos en Mar del Plata conocían como "Cholo"─– viajaron rumbo a Buenos Aires diez días antes del nacimiento. Y diez días después de aquel domingo 17 la familia volvió a recorrer el trayecto de vuelta de 404 kilómetros hasta la primera casa de la avenida Colón, un lugar del que tampoco se habló demasiado.

Colgado de su raqueta, el Guillermo niño flotaba en el aire. De esa raqueta, que era como un ala que tomaba en préstamo ese brazo izquierdo que se transformaría en historia, salían los movimientos más deseados. En el aire marplatense se escuchaba con una breve y musical ferocidad el ruido de la pelota golpeando contra la pared. Una, dos, tres… Diez, veinte, treinta veces.

La pared, siempre dispuesta a recibir los pelotazos, les daba la espalda a esas canchas de polvo de ladrillo del Náutico que aquel niño no podía siquiera espiar. Estaba prohibida la presencia de los menores en ese paraíso anaranjado que quedaba desnudo ante el viento fuerte e impiadoso que soplaba desde el Sur. Y él, masticando el polvo que se le metía entre los dientes le daba una, dos, tres veces… Diez, veinte, treinta veces…

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Y así cada fin de semana. Entonces, mientras los grandes jugaban, él practicaba en esa pared siempre fiel. Compitiendo contra ese frontón como lo haría años más tarde y durante muchos años contra los mejores tenistas del mundo.

El peluquero que le cambió la vida

Hasta que hubo una vez (en las buenas historias siempre debe haber un "hubo una vez") un peluquero en Mar del Plata que le cambiaría para siempre la vida. "Vea, mi amigo, yo ya le enseñé a más de uno cómo se juega al tenis". Mientras sus manos recorrían con una extrema habilidad la cabeza de sus clientes, Felipe Locicero intentaba convencer ─sin demasiado éxito, claro─ de su pasado en Rosario.

Encorvado, sin pelo, con una sonrisa semipermanente en los labios, en su peluquería no daba el "look" de tenista de blanco, ágil, poderoso, que se dejaba ver en las canchas del Náutico. Sin embargo, José Roque Vilas era un hombre intuitivo y él sabía que el club necesitaba de la juventud para que no se convirtiera en un refugio de gente grande. Los chicos, por aquel tiempo, no jugaban al tenis por aquello de que las canchas estaban vedadas para los menores y porque en realidad se trataba ─se trata─ de un deporte muy difícil.

En el libro "Quién soy y cómo juego" el propio Vilas reprodujo el diálogo que tuvo con su padre. Imperdible, con Locicero como un mudo testigo. "Guillermo, este señor se llama Felipe Locicero y va a ser tu profesor de tenis", le dijo el escribano. Y él, pura inocencia y frescura con apenas 11 años, disparó: "Pero papá, está viejísimo este tipo".

─¿Qué te importa si te va a enseñar a jugar bien?

─Sí, pero cuando yo empiece a jugar bien se va a morir.

─¡No se va a morir! Y va a ser tu profe.

Más allá de aquel encordado roto del principio de los tiempos, tal vez la historia de Vilas tenga en su génesis esa anécdota. Porque ahí también empezó todo. El primer profesor. La primera clase de tenis. Los primeros mates compartidos con Locicero en la vieja casilla de madera del Náutico. El primer libro escrito por Bill Tilden que Vilas devoró porque se hablaba de táctica, de técnica y de frontón. Siempre el frontón.

Ya no eran una, dos o treinta veces. Ahora eran cien, doscientas, trescientas… Mil, dos mil, tres mil veces… Porque la pelotita siempre venía para el drive o para el revés. Para la volea o el smash. Para el saque o el drop practicados con una absoluta obsesión. Ya no existía la Sarina Children. Vilas pasó a una Dunlop Blue Flash blanca, inmaculada y que despertaba la envida de Marcelo Montañini, Carlos Bas, Oscar Basso, Rafael González Bosch, Eduardo Pacor, Rodolfo Seiler, Carlos Zapata y Thierry, Michael y Roger Quintin, los compañeros en aquellas primeras clases de la escuelita de tenis del Náutico de los primeros años de la década del 60.

Junto a González Bosch, un porteño cuya familia se había radicado en Mar del Plata, pronto empezó a destacarse. En la cancha y fuera de ella. Y entonces llegaron las primeras invitaciones de los grandes para compartir la cancha. Pero Locicero no quería saber nada con eso.

Su plan para sus alumnos era que se formaran en el frontón, que se lastimaran las manos con el frío del grip de la raqueta incrustándose en el alma de aquellos chicos. Fueron abandonando uno a uno. Hasta que sólo Guillermo Vilas esperaba con devoción cada fin de semana para levantarse cada sábado a las 7 y estar bien temprano en el club. Y ahí cien, doscientas, trescientas veces… Mil, dos mil, tres mil veces…

Chau frontón

En 1963, Vilas ganó su primera medalla en un torneo interno en el Náutico. Tenía 11 años, perdió la final y aquel reconocimiento al segundo puesto fue una puñalada en su corazón orgulloso. Había perdido y para la derrota no se había preparado. Había perdido una final y nadie le había explicado cómo reaccionar ante una situación semejante.

Sus genes llevaban solamente la información del triunfo y nada y nadie podían contra esa falta. Por eso, aquel día, salió de la cancha con un juramento debajo de la piel. A partir de ese día, se dijo y se prometió y se juró, lucharía por ser el mejor. Y luchó por ello.

A los 12 años fue finalista del Campeonato Argentino de infantiles; a los 14 fue campeón sudamericano de menores jugando el dobles con Ricardo Cano; y a los 15 repitió ese logro sumándole el título nacional de la categoría.

En aquel 1967, cuando hacía un tiempo que Mar del Plata le había quedado chica y la Capital Federal lo había recibido en el Buenos Aires Lawn Tennis para jugar en sus equipos de interclubes, Vilas fue por primera vez al Orange Bowl (una suerte de Mundial juvenil por aquellos tiempos) para jugar en la categoría de 16 años.

En single llegó a los octavos de final y en dobles ganó el título con el estadounidense Jeff Austin frente a dos tenistas también locales. Uno era Steve Krulevitz y el otro, Eddie Dibbs, que se convertiría en uno de sus más repetidos adversarios en el circuito.

Al año siguiente volvió al Orange Bowl junto a su padre, que ya estaba seguro que su hijo no abrazaría la abogacía porque la felicidad la había encontrado hacía rato con una raqueta en sus manos. En 1968, después de superar en las semifinales a un tal Jimmy Connors, a quien el resto de los chicos llamaban "Jimbo" o "Junior" porque siempre andaba pegado a su madre, jugó la final con el mexicano Emilio Montaño.

Sobre la arcilla estadounidense que nueve años después sería escenario y testigo de su llegada a la cúspide del mundo, ganó por 6-4 y 6-3 y así Vilas logró para Argentina, y sin perder un set, el primer título en un torneo tradicional y clave en el calendario de los mejores juveniles del mundo.

Quisiera ser grande

Después de volver a Miami en 1969 y de ganar el single frente a otro futuro gran rival como Dick Stockton y el dobles junto a Ricardo Cano contra Dibbs y el propio Stockton, Vilas pasó a jugar solamente con los mayores.

Su nombre ya no pasaba desapercibido en un ambiente que, de todos modos, seguía cerrado. Era el "deporte blanco" y sus cultores estaban orgullosos ─y lo hacían sentir el resto─ de pertenecer a ese mundo. Él le dio para adelante. Y en marzo de 1970, con apenas 17 años, recibió el llamado para integrar el equipo argentino de Copa Davis que debía enfrentar a Chile en el Buenos Aires por la primera ronda de la zona Americana.

Julián Ganzábal, Elio Alvarez y Modesto Vázquez serían sus primeros compañeros en el primer capítulo de una historia tremenda, de un romance singular, de un amor nunca correspondido. Porque la Davis, la bendita y esquiva (para Vilas) Copa Davis siempre le dio la espalda.

¿Cómo olvidar aquel debut del 20 de marzo frente a Patricio Cornejo? ¿De qué manera pasar por alto aquel partido entre el argentino de la gran proyección y el chileno, ya de una vasta experiencia con sus 25 años? Fue derrota nomás aquel día para un Vilas impecable en los dos primeros sets, que se desinfló a partir del tercero y terminó cediendo por 6-2 el quinto parcial.

Pero ahí quedó sellada una relación que duraría 14 años, 29 series, 57 triunfos, 24 derrotas y cientos de historias. Ejemplos, al azar: la final del 81 ante Estados Unidos, la decepción de la semifinal frente a Checoslovaquia –solicitada de por medio– de 1980, la paliza a John McEnroe de 1983, la despedida con triunfo frente a Alemania del año siguiente.

Ahí se acabó el idilio que terminó de la peor manera porque, en definitiva, nunca pudo alcanzar esa Davis de sus sueños por la que tanto luchó pese a tantos coqueteos (ella con él, sobre todo) y por la que se metió definitivamente dentro del corazón de los argentinos. Vilas era la Davis y la Davis era Vilas. Sinónimos para siempre.

Llegar a los Grand Slam

Pero hay que regresar a aquel 1970 porque no fue un año más. Claro que no. Aquella, además, fue la temporada que marcó su debut en los torneos del Grand Slam. Y hasta a Wimbledon (sí, Wimbledon marcó su presentación en ese tipo de torneos) fue aquel Guillermo Vilas todavía juvenil con toda la ilusión y con los ojos enormes para observar a los australianos Rod LaverJohn NewcombeRoy EmersonKen Rosewall y Tony Roche, al rumano Ilie Nastase o al estadounidense Arthur Ashe.

Porque eso siempre fue Vilas: una máquina de copiar a los mejores, de buscar la perfección observando los movimientos de los más grandes repitiendo hasta el cansancio un golpe hasta que el cuerpo doliera.

Demasiado rápida fue aquella aventura de Wimbledon. El sorteo le puso enfrente al indio Premjit Lall que no haría demasiada historia en el tenis pero que lo despachó sin atenuantes en tres sets y permitiéndole ganar apenas siete games.

Después de aquel torneo vendrían 54 Grand Slams más con la gloria alcanzada en cuatro oportunidades a partir de sus triunfos en Roland Garros y Forest Hills en 1977 y en Australia en 1978 y 1979. Cuatro títulos, cuatro historias más.

Grand Slam

Vilas fue el primer tenista argentino en ganar un torneo de Grand Slam y, con sus cuatro títulos, es también el que más ganó.

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