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  • Por: Andrés Díaz
  • viernes 28 octubre, 2022

Muere Jerry Lee Lewis, la última leyenda del rock and roll, a los 87 años

Fue uno de los cantantes más influyentes e importantes del rock y un pianista eléctrico que revolucionó los modales sobre el escenario al ritmo de temas ya clásicos como 'Great balls of fire'

Las noticias eran malas desde hace tiempo. Jerry Lee Lewis estaba ya muy cerca del final. La última fotografía, con su discípulo y compinche Kris Kristofferson haciéndole entrega de la medalla que acreditaba su ingreso en el Country Hall of Fame, olía a crepúsculo inminente. A fin de fiesta de un tiempo exagerado. Cuando los jóvenes aspirantes, encelados de nostalgia, excitación y furia, absorbieron los conceptos de los viejos maestros, los caminos del blues y el gospel, para parir la música que rompe el siglo como un parteaguas o una avalancha.

Ha sido su publicista, Zach Farnum, el encargado de dar la mala nueva. A los 87 años, en su casa de DeSoto, Mississippi, moría el último príncipe del rock and rollLegítimo aspirante al título de rey de los pesos pesados. Lo sacó de la circulación, demasiado pronto, el escándalo de su matrimonio con su prima de 13 años, Myra Gale Brown, su segunda esposa, descubierto por los tabloides británicos durante su primera y exitosa gira, en 1958. Para entonces ya había tomado la delantera en Billboard, con singles abrasadores, mitológicos y jadeantes, como Whole lotta shakin Great balls of fireDebajo de los focos, donde brillaba como una luciérnaga atómica, o arrinconado por los medios, del cielo al infierno y viceversa, como sucesor de Elvis Presley en Sun Records o estilista del country, celebrado o contra las cuerdas, fue dueño de un duende inigualable, empapado en todos los géneros esenciales.

Nacido un 29 de septiembre de 1935 en Ferriday, Luisiana, Jerry Lee Lewis fue un perfecto exponente de la white trash, los pobres blancos del sur de los Estados Unidos. Aquel era un ambiente tan duro como estimulante, mezcla de extremismo religioso e influencias nutricias del blues negro. Cuentan que empezó a tocar muy pronto. Que devoró clásicos. Que para cuando llamó a las puertas de Sun Records, los míticos estudios levantados por Sam Phillips, meca del rock en Memphis, su arte ya estaba completamente formado. Llegó en el momento justo, además: Elvis acababa de fichar por RCA y la pequeña discográfica necesitaba un sucesor. Lo fue, aunque su propensión por el lado salvaje, su actitud kamikaze, le hicieron descarrilar de forma prematura. Como Little Richard o Chuck Berry, cada uno por razones distintas, estaba destinado a ejercer su magisterio sin catar la adoración de la que sí disfrutó Elvis.

Desde luego, imponía. Así como Johnny Cash tenía la porte imperial, espídica pero sobria, Elvis la gracia felina, Carl Perkins la sombra del maldito y Roy Orbison una melancolía ahumada, Jerry Lee poseía un carisma inquietante. Peligroooooso. Su forma de aporrear las teclas olía a tugurio barrido por el whisky. Sus berridos eran puro sexo. Su combinación de rythm & blues y rock and roll olía a dinamita. Las anécdotas de su vida estaban a la altura del lienzo. Tiroteos, detenciones, úlceras de estómago, hijos muertos, tragedias y excesos para acompañar su tránsito del rock primigenio al country donde encontraría un remanso cuando fue expulsado de la primera división.

De los discos del rock el aficionado y el neófito harían bien con hacerse con sus grabaciones primeras para Sun, de las que existe una magnífica boxet, con 126 cortes, Sun essentials, que resume aquel periplo mágico, del 57 al 63. Conviene complementar con el directo Live at the Star Club, Hamburgque como recordaban en la revista Rolling Stone, «más que un disco, es la escena de un crimen. Ni country, ni boogie, ni bop ni blues sino rock and roll como un tiroteo». Y luego están los extraordinarios discos vaqueros, como el sensacional Whos gonna play this old pianode 1972, con sus vientos mestizos, hijos de Nueva Orleans. Más recientemente grabó discos muy estimables, especialmente Rock & roll time, de 2014, que lo mostraba erguido, orgulloso, delante de la fachada de Sun. Una rodaja sucia, como mandan los cánones, que mezclaba originales y versiones; algunas canónicas, como Little Queenie, de Chuck Berry, y otras insospechadas, como Stepchild, de Bob Dylan, que había grabado antes otro rey, Solomon Burke.

«Nadie tenía un enfoque más creativo de la música o un enfoque más incendiario para interpretarla», le ha dicho Peter Guralnick, biógrafo de Elvis Presley y Sam Cooke, al New York Times. «Tenía la capacidad de poner su sello en todo tipo de material que grababa», ha añadido. Para comprobarlo basta con enchufar prácticamente cualquiera de sus grabaciones. Derrochaba tanto y tan grasiento sentimiento, tanto pellizco, que ni siquiera en pleno declive era capaz de no cantar cuadrado. En su garganta todo encajaba en una geometría donde el compás reina pluscuamperfecto. Este cronista, que llegó a verlo en directo, da fe de que lo suyo, incluso machacado por las enfermedades y variados pasotes, fue siempre algo sobrenatural. Para prenderle fuego al piano no necesitaba gasolina

Hay muy pocos intérpretes a su altura. Los citados tótems de Sun, Louis Armstrong y Sidney Bechet en el jazz primero, gigantes del blues como Charley Patton, Son House y Robert Johnson, seguro que Billie Holiday. James Brown, Ray Charles y Sam Cooke. Los bluesmen que emigraron al norte. Pocos más. The Killer ha muerto. Pero su obra majestuosa, sus discos como truenos, perdurarán mientras haya mundo y gire.

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