En la novena audiencia general dedicada al tema del discernimiento, Francisco explicó que la consolación, “experiencia de alegría interior”, permite la “familiaridad con Dios”, da paz y esperanza y ayuda a ver al Padre incluso en el dolor, pero debe distinguirse de las falsas consolaciones que “llevan a replegarse sobre uno mismo”
El Papa Francisco, continuando con sus catequesis sobre el discernimiento, la novena de esta serie, reflexionó esta mañana sobre la consolación espiritual, “experiencia de alegría interior” que consiente ver la presencia de Dios en todas las cosas. Se trata, explicó el Papa, de “un movimiento íntimo, que toca lo profundo de nosotros mismos”: la persona se siente envuelta en la presencia de Dios, y “no se rinde frente a las dificultades, porque experimenta una paz más fuerte que la prueba”.
Ejemplos de ella son, entre otras, la experiencia de San Agustín, cuando habla con la madre Mónica de la belleza de la vida eterna; o la perfecta leticia de san Francisco, asociada a situaciones muy difíciles de soportar. También la de tantas de santos y santas que han sabido hacer grandes cosas, “no porque se consideraban buenos y capaces, sino porque fueron conquistados por la dulzura pacificante del amor de Dios”. Ser consolado – dijo el Santo Padre – es estar en paz con Dios, sentir que todo está arreglado y en paz, todo es armónico dentro nuestro.
La consolación tiene que ver sobre todo con la esperanza: mira hacia el futuro, pone en camino, consiente tomar iniciativas hasta ese momento siempre postergadas o ni siquiera imaginadas, como el Bautismo para Edith Stein.
La consolación “da paz y atrae hacia el Señor, y pone en camino para hacer grandes cosas, cosas buenas”. No es “para quedarse sentados disfrutando de ella, no…”. “Empuja hacia adelante”, al servicio de los demás y de la sociedad. Además, por otra parte, “la consolación espiritual no se puede ‘controlar’”, no es “programable a voluntad”, no se puede decir “que ahora venga la consolación” … no, es un don del Espíritu Santo que “permite una familiaridad con Dios que parece anular las distancias”. Es “espontánea”, tal como testimonia Santa Teresa del Niño Jesús, que, visitando la basílica de Santa Cruz en Jerusalén a la edad de catorce años en Roma, intenta tocar el clavo allí venerado, uno de aquellos con los que Jesús fue crucificado.
Teresa siente esta osadía suya como un arranque de amor y confianza. Y luego escribe: «Fui realmente demasiado audaz. Pero el Señor ve el fondo de los corazones, sabe que mi intención era pura […]. Actuaba con él como niña que se cree todo permitido y considera como propios los tesoros del Padre»
Se advierte, continuó diciendo el Papa, “un sentido de ternura hacia Dios, que nos hace audaces en el deseo de participar de su misma vida, de hacer lo que le agrada, porque nos sentimos familiares con Él, sentimos que su casa es nuestra casa, nos sentimos acogidos, amados, descansados”.
Con esta consolación no nos rendimos frente a las dificultades. […] La consolación nos hace audaces: cuando estamos en momentos de oscuridad, de desolación, y pensamos: "Esto no soy capaz de hacerlo, no…" Tira abajo la desolación. Todo es oscuridad… "No, no puedo hacer… no lo haré". En cambio, en tiempo de consolación, ante las mismas cosas… "No, yo sigo, yo lo hago". "¿Pero estás seguro?" "Siento la fuerza de Dios y sigo adelante".
Sin embargo, tal como siguió diciendo el Papa, “es necesario distinguir bien entre la consolación que es de Dios y la falsa consolación”, la auténtica consolación de sus “imitaciones”:
Si la consolación auténtica es como una gota en una esponja, es suave e íntima, sus imitaciones son más ruidosas y llamativas, son puro entusiasmo, son fuego de paja, sin consistencia, llevan a plegarse sobre uno mismo, y a no cuidar de los otros.
Por eso también cuando uno se siente consolado se debe hacer discernimiento, porque la falsa consolación puede convertirse en un peligro si la buscamos como fin en sí misma, de forma obsesiva, y olvidándonos del Señor. Así se corre el riesgo de vivir la relación con Dios “de forma infantil”, de “reducirlo a un objeto para nuestro uso y consumo”.
Como diría san Bernardo, se buscan las consolaciones de Dios y no se busca al Dios de las consolaciones.
Es necesario, pues, saber distinguir cuando es una consolación de Dios, que te da paz hasta el fondo del alma, de cuando es un entusiasmo pasajero que no es malo, pero no es la consolación de Dios.