Karen Carpenter, baterista y una de las mejores voces de su generación perdió la vida a los 32 años. Su caso fue el que puso a la anorexia en la agenda. Sus inicios en la música. La sombra de su hermano Richard. Los grandes éxitos con Carpenters. Los últimos años dolorosos
Los Angeles.- A primera vista parece una escena habitual de cualquier programa televisivo de entrevistas de los finales de los años setenta o de los principios de los ochenta. Cámara fija, un ambiente algo desangelado, ritmo moroso. En un sillón las dos estrellas, en el otro, enfrentada a ellos, la entrevistadora. De fondo, algún helecho y el predominio del tono pastel. La periodista Sue Lawley trabaja para la BBC. Pregunta con precisión, no desafía a sus invitados pero tampoco muestra una docilidad bobalicona. Pregunta para saber y para que sepa su audiencia. Las estrellas son los hermanos Carpenter, Richard y Karen. El dúo a esa altura, 1981, lleva vendidos más de 100 millones de discos y puede blandir sin dificultad una decena de hits perfectos. Lawley les pregunta por qué hace tanto tiempo que no graban, porque su producción ha bajado tanto, casi no tocan ante el público. Karen dice que se tomaron un año de descanso. Richard completa con alguna que otra frase de compromiso y aclara que ahora volvieron con todo. La periodista no se conforma y se dirige a Karen. “Existen rumores de que padecés de anorexia nerviosa ¿Es cierto?”. A Karen se le congela la mirada, pero sin dudar, sin dejar un segundo de silencio, responde con contundencia: “no”. Y después habla de que trabajaron con demasiada intensidad durante demasiado tiempo, que tenían que tomarse unas vacaciones, una especie de año sabático. La periodista le recuerda que fueron más de cinco años. En ese momento interviene Richard, defiende a la hermana. Apenas empieza a hablar, la imagen se pone en negro: “No creo que debamos hablar de estas cosas. No estamos acá para hablar de eso sino de nuestro nuevo trabajo”, dice. Después vuelve la imagen, recomienzan la entrevista (alguien la va a editar para que salga al aire) y Karen sigue hablando del cansancio anterior y del camino inédito que emprendían a partir del lanzamiento del nuevo disco. Poco más de un año después, Karen Carpenter, posiblemente la cantante más dotada de su generación, moría a los 32 años en la casa de sus padres.
En septiembre de 1982, Karen tuvo un nuevo colapso. Este fue peor que los anteriores. Ya casi no tenía resto, las energías la habían abandonado y algunos órganos empezaban a fallar. En el hospital la compensaron y comenzaron a pasarle alimentación intravenosa. Fue recuperando el color y algunos kilos. Al momento del ingreso pesaba menos de cuarenta kilos.
Los médicos le aclararon a ella y a los familiares que era una situación de emergencia, que la alimentación por sonda sólo la sacaba del momento límite pero que debía reeducarse y recuperar el hábito de alimentarse de una manera sensata por sus propios medios. Por algunos días pareció que el susto había conseguido que la familia Carpenter tomara conciencia de la gravedad de la situación.
Se puso bajo tratamiento con un especialista en anorexia, de los primeros que hubo, aunque con el tiempo se supo que no era médico. Se hacía llamar el Dr. Levenkron. Con él siguió un tratamiento que mostró avances iniciales pero que luego se estancó hasta que la cantante lo abandonó.
Karen había vuelto a vivir en la casa de sus padres. Sus apariciones públicas se espaciaban. Cada tanto la familia se alborozaba porque la veía comer con ganas. Pero eso duraba poco.
A fines de enero de 1983 participó de una celebración por los 25 años de los Grammy en la que se reunieron para un coctel y una foto promocional varios de los antiguos ganadores. Karen llevaba uno de los premios que habían obtenido una década atrás y compartió la velada con grandes estrellas, desde Dick Van Dyke a Dionne Warwick pasando por Ray Charles, Gladys Knight y Burt Bacharach (autor de varios de sus hits) entre otros. Karen les contó que estaba mejor. “Miren –les dijo- ahora hasta tengo buena cola”. Esa jornada llevaba un vestido amplio que le tapaba los hombros y le llegaba casi hasta los tobillos, y el peinado inflado caído sobre la frente y tapándole casi los pómulos. De todas maneras nada pudo disfrazar su delgadez extrema.
Unos pocos días después, el 4 de febrero de 1983, se levantó temprano y bajó a hacerse un café. Volvió a su habitación para cambiarse. La madre la esperaba en la cocina para desayunar pero Karen no regresaba. La llamó por el teléfono interno. El aparato sonó varias veces sin que nadie atendiera. Agnes, la madre, se acercó al pie de la escalera y gritó su nombre. Tampoco obtuvo respuesta. Subió las escaleras lo más rápido que pudo mientras seguía diciendo el nombre de su hija. Ya no la llamaba, era una especie de ruego. La encontró tirada boca abajo en el vestidor de su cuarto. Estaba desnuda con una bata a media sacar enroscada en la cabeza. Por un momento, Agnes tuvo un pensamiento optimista. Esta situación ya la habían vivido: pocas semanas atrás la mujer que trabaja en la casa la había encontrado acostada en el mismo lugar y al sacudirla, Karen se despertó aunque débil y aletargada. Pero apenas se acercó a tocarle la cara se dio cuenta de que esta vez no era lo mismo. Los ojos estaban abiertos pero en blanco, los labios resecos y no la escuchaba respirar. La ayuda profesional llegó a los pocos minutos. El médico encontró el pulso. Pero los latidos se espaciaban cada diez segundos. La llevaron de urgencia al hospital. En la ambulancia tuvo un paro cardíaco. Las maniobras de resucitación fueron infructuosas. Veinte minutos después la declararon oficialmente muerta. Karen Carpenter tenía 32 años, medía un metro sesenta y uno y pesaba 37 kilos. Fue la primera gran celebridad que murió a causa de la anorexia. Su caso, fue el que puso el tema en los medios de comunicación.
Richard Carpenter, cuando era chico, deslumbraba con su capacidad para la música. Todos los consideraban un niño prodigio. Tocaba el piano con una facilidad asombrosa. Karen, su hermana tres años menor, siguió sus pasos y se sumó al coro colegial. Pero en la familia Carpenter todos pensaban que sólo era por emulación, por copiar al hermano. Un día en las clases de música repartieron instrumentos y ella exigió la batería. Trataron de explicarle que las mujeres no hacían eso. A Karen no le importó, estaba acostumbrada a hacer cosas que las otras chicas no hacían: jugaba bastante al béisbol.
Al poco tiempo todos quedaron deslumbrados por sus dotes para la percusión. Otros le elogiaban la voz. Pero los Carpenter no parecían verlo. El genio era Richard y en él cifraban sus esperanzas. Tanto él como ella tuvieron grupos musicales por su lado hasta que se unieron. Conformaron el Richard Carpenter Trio. Junto a un bajista tocaban standards de jazz. Ganaron algún concurso importante pero no llegaron a grabar. Aunque parezca increíble, la banda sólo hacía temas instrumentales. Nadie pensaba aprovechar la voz (celestial) de Karen. Su presencia era una especie de exotismo: una chica linda y menudita que tocaba la batería. La estrella era su hermano mayor y su piano. Al poco tiempo el grupo cambió el nombre y el repertorio: Dick Carpenter Trío. Ya hacían algunos covers de canciones de moda y Karen cantaba algún tema de Motown: con Dancing in The Street ganaron el All American College Show, un concurso televisivo de talentos. Karen tocaba la batería y todavía lo hacía con algo de timidez (era una buena ejecutante; en 1975 ganó la encuesta Playboy a mejor baterista del año: cuentan que cuando John Boham, el batero de Led Zeppelin, se enteró pegó alaridos de odio y frustración y rompió varias habitaciones del hotel en el que la banda estaba parando).
Al año siguiente obtuvieron su primer contrato. Herb Alpert, alguien que conocía el mercado y sabía lo que le gustaba al público, les hizo cambiar el nombre y centró el peso del dúo en las habilidades vocales de Karen. Aunque al primer disco no le fue demasiado bien, ya con el segundo conocieron el éxito. Se convirtieron en un boom. Sus temas llegaban a las cima de los charts. Ni psicodelia, ni soul comprometido, ni rock sinfónico. Ellos vendieron cien millones de discos con temas pop dulces y suaves en la primera mitad de los setenta. Top of The World, Close to Me, Superstar, Rainy Days and Mondays. Mr. Postman, Sing, Yesterday Once More, We´ve Only Just Began, entre muchas otras grandes canciones.
La imagen contraria al mensaje de sexo, drogas y rock & roll que imperaba. Hermanos, sonrientes, con canciones luminosas y melodiosas. Hasta llegaron a poner en la portada de su disco Then and Now de 1973 la casa familiar, esa en la que luego moriría Karen.
Nadie recuerda la primera dieta a la que se sometió Karen. Debe haber sido en su adolescencia. Seguramente sacada de alguna revista. A partir de ese momento no paró. Siempre cuidándose, sintiendo culpa si en alguna comida ingería calorías de más. La fama empeoró todo. Primero debió salir de atrás de la batería, que oficiaba de escudo protector: su voz se había impuesto. Y las imágenes de ella circulaban todo el tiempo. Karen siempre se veía gorda, excedida en varios kilos. Alguna vez en las fotos de un concierto se descubrió panza y despidió a su entrenador personal. En eso años hacía ejercicio físico de manera compulsiva.
Richard, por su parte, tenía otros problemas. Se había hecho adicto a las drogas prescriptas, al Quaalude. El otro inconveniente era que Karen lo había eclipsado. Para el mundo los Carpenters tenían un único genio. Y era Karen. Paul McCartney llegó a decir que Karen era la mejor voz femenina de la música moderna. Sólo sus padres seguían mirando al hijo varón como cuando tenía diez años.
En 1975 mientras tocaban en Las Vegas, Karen se desvaneció en el escenario. Fue el principio del fin. Tenía 25 años y había dado lo mejor de sí. Suspendieron una larga gira por Europa y por Japón, más de 50 fechas. Cansancio y saturación, dijo el comunicado oficial. Ya no nada volvió a ser igual. Los hits que todos recuerdan del dúo son anteriores a esa fecha con alguna excepción (Calling Occupants Of Interplanetary Craft). Los discos se esparcieron, también las presentaciones en vivo. Aunque no la nombraba, Karen luchaba contra la anorexia. Richard entró a rehabilitación en varias ocasiones para tratar su adicción a los fármacos. Ese parecía el verdadero problema en la familia. Al fin y al cabo, la delgadez de Karen se solucionaba fácil: debía comer. Eso parecía que pensaban.
Karen impresionaba en sus apariciones públicas. Había perdido la frescura de sus días iniciales. No tenía energía, la mirada vacía, la cara estaba dominada por los pómulos que cada día se notaban más, la sonrisa fría y agonizante, en los hombros parecía que los huesos iban a desgarrar la piel. Karen Carpenter había perdido su color natural, se había vuelto traslúcida.
Mientras Richard seguía en rehabilitación, ella grabó un disco solista. Pero no vio la luz. A su hermano no le gustó ese afán de independencia y la compañía discográfica prefirió seguir con el dúo y no permitió que Karen modificara el rumbo de su carrera. Volvieron en 1981 con Made in America. El disco pasó desapercibido.
En 1981, Karen se casó con Tom Burris, un agente inmobiliario de 39 años que estaba casado pero que se divorció para formar la nueva pareja. Se conocieron en una cena en la que estuvo presente la madre de Karen. No fue casualidad: la señora urdió el encuentro. Una semana antes de la boda, Karen se enteró que Burris tenía hecha una vasectomía y nunca se lo había dicho. Él no quería tener más hijos y ella soñaba con una familia. Intentó suspender el casamiento. Pero su madre se opuso. Le dijo que ya estaban enviadas las invitaciones, el servicio contratado y, lo más importante, que la revista People había confirmado el envío de un cronista y un fotógrafo. El matrimonio duró menos de un año. Él nunca pudo ayudarla. Le decía que era una bolsa de huesos, le gritaba que no entendía por qué no comía y se mostraba ávido por la fortuna de la cantante. El fracaso amoroso empeoró el estado de Karen. El día de su muerte, tenía programada para después del mediodía, la firma de los papeles de divorcio.
El público veía que algo no andaba bien. Muchos pensaron que padecía algún tipo de cáncer pero que nadie se atrevía a decirlo en voz alta. Eran años en los que la anorexia no era tan conocida, y en los que pocos la consideraban una enfermedad, algo tratable. Pensaban que se trataba nada más de comer un poco más, u ordenadamente.
Pero no es así.
Karen tomaba blisters enteros de anfetaminas, de diuréticos y de laxantes por día. Llegó a ingerir más de sesenta pastillas diarias. Al mismo tiempo tomaba jarabe de ipecacuana para provocarse el vómito y no aumentar de peso, una costumbre que tenía desde hacía años. Ese jarabe es altamente tóxico e ingerido en grandes cantidades podía provocar el envenenamiento. Fue, según la autopsia, una de las causas de su muerte fue el debilitamiento del corazón por el envenenamiento con la ipecacuana.
La historia de Karen llegó al cine en dos versiones muy diferentes. Una es la versión canónica, supervisada por Richard, una especie de película de la semana edulcorada y elegíaca de 1989: The Karen Carpenter Story. Unos años antes, Todd Haynes filmó Superstar: The Karen Carpenter Story. La creación de Haynes era lapidaria con Richard. Lo mostraba como un ególatra, algo incapaz e impiadoso. La particularidad es que la acción está contada a través de muñecas Barbie (y Ken). Pero el mediometraje circuló poco. Richard logró sacarlo de circulación porque utilizaba, sin autorización, sus canciones. Sin embargo, con la aparición de internet esas pocas copias que subsistieron posibilitaron que miles de decenas de personas la vieron en YouTube.
Karen Carpenter fue una de las mejores voces de su generación. Se calló muy pronto. Demasiado. No pudo con sus dolores, con sus fantasmas, con los desequilibrios familiares. Su legado está conformado por un puñado de canciones deslumbrantes y por haber instalado, involuntariamente y al más alto costo personal, el tema de la anorexia en la opinión pública: su historia fue la que permitió decir la palabra en voz alta y la que cambió la manera de muchas familias de ver la afección, la que permitió diagnosticar y prestar atención a muchos casos.