El descubrimiento del SARS-CoV-2 en Wuhan, China, en diciembre de 2019, cambió la vida tal como se la conocía hasta entonces. En el tercer aniversario de la declaración de la pandemia por la OMS, cuáles fueron los hechos más destacables que vivió la humanidad
MEXICO.- Hace exactamente tres años, el mundo cambiaba para siempre. El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) informó que el extraño virus que se había detectado en Wuhan, China, en diciembre de 2019 era el responsable de las “neumonías de causa desconocida” en aumento en todo el mundo.
Debido a la velocidad de propagación, el número de casos y la cantidad de países en los que aparecieron casos, se decidió declarar el estado de pandemia.
A 1.095 días de que la vida moderna tal como se la conocía hasta entonces haya dado un giro radical, Infobae recopiló los hechos más importantes de la crisis sanitaria desatada por el SARS-CoV-2.
En marzo de 2020, a tres meses de los primeros afectados en el Mercado de Wuhan, el número de casos fuera de China se había multiplicado por 13 en dos semanas y en ese periodo los países afectados se habían triplicado.
“La OMS estima que el COVID-19 puede ser caracterizado como una pandemia”, expresó el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, aquel 11 de marzo, y agregó: “Podemos esperar que el número de casos, de decesos y de países afectados aumente” en los próximos días y semanas.
La enfermedad había llegado en ese entonces a al menos 120 países y amenazaba a los sistemas de salud menos desarrollados. Los infectados estaban en alza en varios continentes y la cifra total de infectados superaba ampliamente a los 100.000.
La Unión Europea (UE) anunció el 16 de marzo el cierre de sus fronteras durante 30 días para frenar la propagación del coronavirus, “la crisis sanitaria global que definirá nuestro tiempo”, en palabras de la OMS.
La presidente de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, dijo que las personas con residencia en la UE de largo plazo o que son familiares de ciudadanos europeos, además de diplomáticos, médicos y trabajadores de salud, quedarían exentos de la prohibición. Empleados de transporte también quedaron exentos para que los bienes sigan circulando.
Los Estados miembros del bloque comenzaron a tomar medidas. En tanto Estados Unidos no cerró sus fronteras de inmediato, pero suspendió por 30 días todos los vuelos internacionales provenientes de zonas afectadas por el coronavirus. La medida tenía un plazo inicial de 30 días y se refería a las frecuencias programadas para viajar desde China, Corea del Sur, Japón, Irán, Estados Unidos y todos los países de Europa.
En Latinoamérica, nueve países coordinaron un acuerdo para protegerse y contrarrestar los efectos del nuevo virus, que por esa fecha ya había dejado siete muertos en la región. El primero en tomar esta medida fue Uruguay, que decretó primero un cierre parcial, medida que fue imitada por Argentina, con cierre fronterizo total, y luego por Paraguay.
Para comienzos de abril de 2020, más de nueve de cada diez personas en el mundo estaban sujetas a restricciones de viaje debido a medidas tomadas por la pandemia de COVID-19, según informaban desde el Centro de Investigación Pew de EEUU.
Cuando el planeta se acercaba al millón de infectados y a los 50.000 muertos, un 93% de la población global de 7.200 millones de personas vivía en países que limitaban el movimiento fronterizo de quienes no eran ciudadanos o residentes, y 39% en países con fronteras completamente cerradas a turistas, viajeros por negocios o nuevos inmigrantes.
“Al 31 de marzo de 2020, 143 países tenían cierres de fronteras completos (64) o parciales (79) debido al brote de COVID-19″, señaló Pew basado en anuncios de los países y datos de población de las Naciones Unidas.
Después de varias idas y venidas, la OMS concluyó que el COVID-19 podría contagiarse por el aire en algunas circunstancias. Así, el organismo internacional actualizó por primera vez desde el 29 de marzo el documento en el que detallaba los modos de transmisión del virus para incluir los llamados aerosoles, esas pequeñas partículas que pueden mantener en suspensión unos minutos con carga vírica e infectar a quien la inhale.
El anuncio fue en respuesta a un grupo de 239 científicos internacionales que urgió a la OMS y a la comunidad médica internacional a “reconocer la posible transmisión aérea del COVID-19″, en un artículo publicado en la revista Clinical Infectious Diseases de Oxford.
De allí que el uso del barbijo pasó a ser obligatorio en todo el mundo, como medida para prevenir la enfermedad. “No se trata sólo de los riesgos y beneficios para uno mismo”, según explicaba Robert Wachter, profesor y director del departamento de medicina de la Universidad de California en San Francisco. “Son los riesgos y beneficios para quienes te rodean”.
Es que, la puerta de entrada del virus al organismo es la misma que la de salida: boca y fosas nasales, a excepción de la mucosa conjuntival que sólo es de entrada; por lo tanto, las autoridades sanitarias definieron que la mejor manera de evitar el ingreso del SARS-CoV-2 al cuerpo humano es el uso de mascarillas, pero también, manteniendo el distanciamiento social y un adecuado lavado de manos.
Como parte de las medidas de aislamiento social previstas por los gobiernos para prevenir el avance del COVID-19, los países dispusieron que las clases en las escuelas y universidades pasaran a la modalidad virtual en todos sus niveles.
Las reaperturas fueron paulatinas y acordes a la situación sanitaria de cada país. Un estudio de la OCDE, basado en la base de datos Oxford COVID-19 Government Response Tracker, registró que países de América Latina -como México, Costa Rica, Argentina, Colombia y Chile- tuvieron un mayor cierre de escuelas que países de la Unión Europea, los Estados Unidos o Gran Bretaña.
La cuarentena, restricción a la movilidad nocturna y aislamiento por la pandemia de COVID-19 fueron las acciones tomadas por las autoridades locales a fin de controlar la expansión de la enfermedad del COVID-19.
Los gobiernos nacionales o regionales ordenaron el cierre de establecimientos no esenciales, y que los ciudadanos permanecieran en sus hogares, saliendo únicamente para trabajar —quien estuviese exceptuado del confinamiento— o para adquirir necesidades básicas (alimentos, medicinas, etc.), afectando en parte la salud mental e inclusive física, debido al cierre de gimnasios y la restricción de realizar actividades deportivas.
La medida afectó a más de la mitad de la población mundial, y provocó que muchas industrias, fábricas y empresas de todo tipo reduzcan su actividad habitual, trabajen en condiciones restringidas; e incluso cesen temporal o definitivamente sus actividades, especialmente en establecimientos no esenciales como: restaurantes, bares, centros educativos, centros comerciales, cines, negocios minoristas y toda actividad o evento que implique aglomeraciones; causando por ende un gran impacto socioeconómico en gran parte del mundo.
Las unidades de terapia intensiva no daban abasto para la atención de los pacientes (Efe)
El colapso sanitario no tardó en llegar, y se entiende por tal el desborde en los sistemas hospitalarios de diversos países del mundo a raíz de la propagación ultrarrápida del SARS-CoV-2. El virus puso los sistemas al límite, provocando que se vieran sobrepasados por insuficiencia de la infraestructura, el personal y los medios necesarios para afrontar las circunstancias epidemiológicas. La propia OMS admitió en aquel momento que las muertes por enfermedades tratables podrían “aumentar drásticamente”.
Uno de los principales puntos que mostraron el colapso, fue el desbordamiento de cadáveres en calles de Wuhan (China), Guayaquil y Quito (Ecuador), Cochabamba (Bolivia), así como la excavación de fosas comunes, morgues provisionales y sepulturas e incineraciones en masa en países como los Estados Unidos, Brasil, Italia e Irán. En la región, los sistemas de salud ya se encontraban en una frágil crisis por la epidemia de dengue de 2019-2020, según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), por lo que el COVID sólo vino a incrementar la crisis sanitaria.
En diciembre de 2020 existían más de 200 vacunas candidatas en desarrollo. Algunas estaban más avanzadas que otras y más de 50 fórmulas candidatas se habían probado en humanos, según informó el sitio de la OMS.
Entre ellas, las había basadas en la tecnología del ARN mensajero -como la de Pfizer y Moderna-, vacunas de vectores adenovirales que contienen material genético de la proteína de la punta del virus SARS-CoV-2, como la desarrollada por la Universidad de Oxford y AstraZeneca y la Sputnik V del Centro Gamaleya, y las que utilizan virus inactivado, una versión muerta del germen que no produce enfermedad pero genera anticuerpos, como la de Sinopharm.
Luego de que se conocieran los resultados de las conclusiones de las primeras autopsias de personas fallecidas por COVID-19 realizadas en el Hospital Policlínico de Milán, fue posible ponerle nombre y apellido a lo que la enfermedad causaba en los organismos que infectaba.
En la investigación prepublicada en BMJ, los expertos del estudio manifestaron que “se encontraron las características de las fases exudativa y proliferativa de la enfermedad alveolar difusa (DAD): congestión capilar, necrosis de neumocitos, membrana hialina, edema intersticial, hiperplasia de neumocitos y atipia reactiva, trombos de fibrina plaquetaria”.
El principal hallazgo relevante, según la publicación, “es la presencia de trombos de fibrina plaquetaria en pequeños vasos arteriales”. Los investigadores señalaron que “esta importante observación se ajusta al contexto clínico de la coagulopatía que domina en estos pacientes y que es uno de los principales objetivos de la terapia”.
Con el título “Análisis y predicción del COVID-19 para UE-EFTA-Reino Unido y otros países”, un informe elaborado por el Hospital Universitario Germas Trias i Pujol (Can Ruti), de Badalona (Barcelona), y la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) advertía a principios de septiembre de 2020 a las autoridades europeas que ese momento era crucial para detener la segunda ola y que, en caso contrario, se podría volver a una situación parecida a la de marzo, cuando estalló la transmisión descontrolada del coronavirus.
Con toques de queda en Italia y España, reconfinamientos en el Reino Unido y Francia los especialistas advirtieron que esta segunda ola en el Viejo Continente podría no ser la última. Según advirtió el Consejo Científico del gobierno francés en la gestión de la pandemia, “se pueden temer varias olas sucesivas durante el final del invierno y en la próxima primavera” boreal de 2021, en función del clima y el “nivel y eficacia” de las estrategias de test, rastreo y aislamiento de los casos positivos.
Con los cortes preliminares de las Fases III de las vacunas más avanzadas, el 9 de noviembre de 2020 se conoció que la desarrollada por los laboratorios Pfizer/BioNTech era “eficaz en un 90%”, según el primer análisis intermedio. La cifra aumentó a 95% una semana después, cuando se amplió la cantidad de datos procesados.
Pos las mismas fechas -el 16/11- el laboratorio estadounidense Moderna informó que su fórmula de vacuna contra el COVID-19 había mostrado una eficacia de 94,5% en los resultados preliminares de la Fase III de sus estudios. La compañía, además, detalló que una vez descongeladas, sus dosis pueden durar más tiempo en un refrigerador de lo que se pensaba inicialmente, hasta 30 días, lo que facilitaría notablemente la logística de distribución.
Más tarde, el 14 de diciembre se supo que la vacuna rusa Sputnik V alcanzó el 91,4% de eficacia en el último punto de control de los ensayos clínicos de la Fase III, de acuerdo al tercer análisis provisional presentado en la conferencia organizada por el Centro Nacional de Epidemiología y Microbiología de Gamaleya y el Fondo Ruso de Inversión Directa.
La Agencia Reguladora de Productos Sanitarios y Médicos (MHRA, por sus siglas en inglés) autorizó el 2 de diciembre la vacuna de Pfizer y BioNTech contra el COVID-19 y se convirtió en el primer país en aprobar una vacuna para intentar poner fin a la pandemia. El lunes 7 comenzó a inmunizar a su población de riesgo: en primer lugar le correspondió al personal de salud y adultos mayores residentes en hogares de ancianos.
Nueve días más tarde -el 11/12- la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA) dio a las farmacéuticas la aprobación de emergencia y un permiso extraordinario que servirá para acelerar la distribución de la vacuna mientras se siguen recolectando más datos para autorizarla definitivamente. Y cuando la población más golpeada por la pandemia ya estaba siendo vacunada, el 18 de diciembre la FDA aprobó la vacuna de Moderna en los EEUU.
Antes de Navidad -el 21- y tal como lo había adelantado la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) la vacuna elaborada por Pfizer tenía luz verde en la Unión Europea.
Cuando la atención del mundo estaba centrada en las vacunas, el mismo día –22 de diciembre– la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT) autorizó el uso de emergencia de la formulación del laboratorio Pfizer y aprobó el suero equino hiperinmune como tratamiento para casos moderados y severos de COVID-19.
La elaboración de suero a partir de anticuerpos de caballos fue un trabajo de articulación pública-privada encabezado por el laboratorio Inmunova y el Instituto Biológico Argentino (BIOL), la Administración Nacional de Laboratorios e Institutos de Salud “Dr. Carlos G. Malbrán” (Anlis), con la colaboración de la Fundación Instituto Leloir (FIL), Mabxience, Conicet y la Universidad Nacional de San Martín (Unsam). El suero desarrollado se basaba en anticuerpos policlonales equinos que se obtienen mediante la inyección de una proteína recombinante del SARS-CoV-2 en estos animales -inocua para ellos- y así pueden generar gran cantidad de anticuerpos capaces de neutralizar el virus.
Asimismo, al día siguiente, el Ministerio de Salud autorizó con “carácter de emergencia” la vacuna rusa contra el COVID-19 Sputnik V luego de una recomendación de la Anmat, que indica que la vacuna se presenta “como una herramienta terapéutica segura y eficaz de acceso” para que la Argentina “baje la mortalidad, reduzca la morbilidad y disminuya la transmisibilidad de la enfermedad COVID-19 producida por el virus SARS-Cov-2″.
A fines de 2020, con la segunda ola de contagios en marcha y su aparente inevitable arribo al hemisferio sur, quedaba esperar si las vacunas llegarían en tiempo y forma para inmunizar a la cantidad suficiente de población.
Mientras avanzaba la campaña de vacunación contra el COVID-19, a la espera de poder contener el impacto de la variante Delta, cada vez más países implementaron los llamados pasaportes sanitarios para acreditar la vacunación y permitir más actividades para los inmunizados.
La iniciativa generó rechazo en algunos países debido a la evidencia de que, tanto las personas inmunizadas producto de la vacuna o de haber contraído la enfermedad, podían volver a contagiarse y contagiar a otros.
El argumento de las autoridades sanitarias fue que, el también conocido como “pase verde”, tenía como objetivo que las actividades con mayor riesgo de exposición al virus SARS-CoV-2 -tales como viajar en avión, asistir a conciertos o lugares con mucha concentración de personas, etc- fueran seguras y, además, incentivar la vacunación contra la enfermedad COVID-19.
A la autorización de emergencia del desarrollo de los laboratorios Pfizer y BioNTech en el Reino Unido, allá por principios de diciembre de 2020 le siguió la autorización de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA), que a los pocos días también avaló el uso de emergencia de la vacuna de Moderna, y luego vino el visto bueno de la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) para ambas formulaciones. Finalmente, la vacuna desarrollada por la Universidad de Oxford y el laboratorio AstraZeneca también obtuvo el aval de las principales agencias reguladoras. Y algunos países aprobaron el uso de la vacuna Sputnik V del Instituto Gamaleya de Rusia, o las de origen chino del laboratorio Sinopharm y Sinovac.
Sin embargo, la aparición de nuevas variantes del SARS-CoV-2 volvió a encender las alarmas del mundo de la ciencia, que otra vez se vio interpelado por el virus capaz de evolucionar y transformarse. El desafío, ahora, era averiguar si las vacunas aprobadas serían igual de eficaces ante las diferentes mutaciones del patógeno.
El virus comenzó a mutar para sobrevivir. Y así aparecieron las distintas variantes que más conocimos: Alfa, Beta, Gamma, Delta, y Lambda, las primeras hasta el arribo de Ómicron, pero esa es otra historia. En paralelo, también se amplificó la urgencia de inmunizar a la mayor cantidad de personas con las vacunas actuales lo más rápido posible.
Precisamente el surgimiento de tantos sublinajes del virus llevó a la OMS a cambiar el nombre con el que se denominaban de las variantes del coronavirus. Así, las variantes del coronavirus con nombres alfanuméricos poco claros se les asignaron las letras del alfabeto griego en un intento de simplificar el debate y la pronunciación, evitando al mismo tiempo el estigma del lugar geográfico donde esa mutación fue hallada.
El organismo internacional informó sobre su decisión del cambio de nombres en medio de las críticas por la excesiva complejidad de los nombres dados por los científicos, como la llamada variante sudafricana, que recibía en ese momento varios nombres, como B.1.351, 501Y.V2 y 20H/501Y.V2.
Por ello, las cuatro variantes de coronavirus consideradas preocupantes por la agencia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) hasta ese momento y conocidas normalmente como las variantes del Reino Unido, Sudáfrica, Brasil e India pasaron a denominarse Alfa, Beta, Gamma y Delta según el orden de su detección.
Durante los primeros meses, la vacunación contra el COVID-19 se había enfocado en la población adulta, sobre todo en los mayores de 60 años, por tener más probabilidades de sufrir consecuencias graves o morir a causa de esta enfermedad. En el extremo opuesto se encontraban los niños sanos, el grupo etario menos afectado por el SARS-CoV-2.
Si bien un pequeño grupo de menores infectados -se estima que 1 de cada 5.000- desarrolla una rara pero grave enfermedad llamada síndrome inflamatorio multisistémico pediátrico (o PIMS, por sus siglas en inglés), la vasta mayoría padece síntomas muy leves o es asintomática.
No obstante, a mediados de 2021 varios países empezaron a vacunar a sus niños, luego de que algunos fabricantes de vacunas confirmaron que son seguras para los menores: la estadounidense Pfizer probó su vacuna con éxito en menores a partir de los 12 años, y las dos vacunas chinas, Sinovac y Sinopharm, se aprobaron para mayores de tres.
Pfizer había empezado en simultáneo a testear su vacuna en niños de cinco a 11 años, quienes luego se incorporaron a las campañas de inmunización. Por último, los países habilitaron la inmunización a partir de los seis meses de edad, el último grupo etario que faltaba proteger
Hallada por primera vez en noviembre de 2021 en Sudáfrica, la nueva variante del SARS-CoV-2 generó más dudas que certezas en cuanto a su contagiosidad, peligrosidad y capacidad de evadir a las vacunas autorizadas de emergencia.
La evidencia disponible hasta ese momento aseguraba que las dosis de refuerzo contra el COVID-19 brindaban una capa adicional de protección contra la enfermedad. Pero las preguntas comenzaron a girar en torno cuánto duraba la protección y la frecuencia necesaria de las dosis. El descubrimiento de la variante Ómicron incrementó el debate sobre la eficacia de los inoculantes.
Pronto la última variante se afianzó como “altamente transmisible”. Las investigaciones descubrieron que Ómicron tiene 50 mutaciones, 32 de las cuales se encuentran en la proteína S, que sirve de llave de acceso a las células humanas.
Ómicron pronto se volvió dominante en todo el mundo, y obligó a nuevas restricciones a la circulación que los países habían comenzado a levantar. En total, dio lugar a más de 30 sublinajes y obligó a las farmacéuticas a desarrollar vacunas bivalentes destinadas a frenar su contagiosidad.
Pese al elevado porcentaje de población vacunada en todo el mundo, los especialistas observaron que, desde la aparición de Ómicron, el virus lograba evadir los anticuerpos, tanto los generados por las formulaciones desarrolladas en tiempo récord como la inmunidad natural de quienes habían contraído la enfermedad.
Ómicron fue la decimotercera variante nombrada en menos de un año. Y a la fecha no se detectó otra que la reemplazara.
Si bien se trata de una minoría respecto a la población que sí resultó infectada, científicos de todo el mundo investigaron cómo es que algunas personas habían logrado esquivar la infección, incluso después de que la variante Ómicron altamente contagiosa provocara brotes en casi todo el mundo desde que fue hallada en Sudáfrica.
Según las cifras oficiales de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) de los EEUU, la mayoría de los estadounidenses habían contraído el nuevo coronavirus desde que comenzó a propagarse en ese país a principios de 2020.
Y los expertos creen que estudiar a las personas que hasta ahora no contrajeron la infección puede ofrecer pistas, quizás ocultas en sus genes, que podrían evitar que otros se infecten o tratar de manera más efectiva a quienes contraen el virus, según publicó The Washington Post.
A dos años de declarada la pandemia de COVID-19 se conoció que las muertes provocadas por la pandemia de coronavirus en todo el mundo podían ser tres veces más de lo que reflejan las cifras oficiales y llegar hasta 18,2 millones de fallecidos, según un estudio publicado por la revista científica The Lancet.
“Las estadísticas de mortalidad son fundamentales para la toma de decisiones en salud pública. La mortalidad varía según el tiempo y el lugar, y su medición se ve afectada por sesgos bien conocidos que se han exacerbado durante la pandemia de COVID-19. Este documento tiene como objetivo estimar el exceso de mortalidad por la pandemia de COVID-19 en 191 países y territorios, y 252 unidades subnacionales para países seleccionados, desde el 1 de enero de 2020 hasta el 31 de diciembre de 2021″, afirmaron los investigadores en el estudio.
La primera estimación global de exceso de muertes sometida a un proceso de revisión por pares sugiere que el impacto de la pandemia es mucho mayor que los 5,9 millones de muertes entre enero de 2020 y diciembre de 2021 que reflejan los datos disponibles hasta ahora.
Mucho se habló desde que empezaron a recuperarse los primeros pacientes que contrajeron SARS-CoV-2 de las consecuencias a largo plazo que la infección dejaba en la mayoría de quienes la habían padecido.
Es lo que los especialistas dieron en llamar COVID prolongado, long COVID o síndrome post COVID, y se trata ni más ni menos de afectaciones en órganos que van más allá del sistema respiratorio y que son propias del cuadro inflamatorio sistémico que provoca el SARS-CoV-2 en el organismo.
Con el devenir de la pandemia se vio, además, que muchas personas se veían afectadas en su salud mental, siendo el embotamiento, la lentitud mental, pérdida de memoria, confusión, o la llamada “niebla mental” las principales manifestaciones.
Un metanálisis completo y actualizado de las consecuencias y secuelas para la salud de los sobrevivientes del COVID-19 concluyó que “las secuelas físicas y mentales a largo plazo son un problema de salud pública cada vez mayor” y reconoció que “existe una incertidumbre considerable sobre su prevalencia, persistencia y predictores”.
A medida que la pandemia de COVID-19 fue avanzando, y más gente contraía la enfermedad, muchos expertos comenzaron a preguntarse si sería posible alcanzar la tan famosa “inmunidad de rebaño”. Con el tiempo se vio que la meta era difícil de alcanzar, que de hecho las personas se reinfectaban y que el virus parecía estar dispuesto a desplegar todas sus estrategias para no dejarse vencer tan fácilmente.
Tras la aplicación masiva de vacunas, los expertos comenzaron a hablar de “superinmunidad” para referirse a la protección otorgada por la vacunación y la infección natural. Finalmente, un estudio liderado por la OMS y publicado en la revista científica The Lancet Infectious Diseases calculó cuál es el nivel de inmunidad derivado de la infección por COVID-19 y lo comparó con la “mezcla” de la otorgada por la infección sumada a la vacunación, conocida como “inmunidad híbrida”.
El nuevo análisis mostró que la inmunidad híbrida proporciona una mayor protección, lo que demuestra las ventajas de la vacunación incluso después de haber padecido la COVID-19.
Según vieron, un año después de desarrollar inmunidad híbrida, una persona tenía al menos un 95% menos de probabilidades de contraer COVID-19 grave o de necesitar hospitalización, mientras que los infectados un año antes pero no vacunados tenían un 75% menos de riesgo.
Como se vio, las diferentes variantes virales que surgieron producto de la natural evolución de la pandemia, dejaron al descubierto la necesidad de “actualizar” las formulaciones para dar respuesta a los nuevos artilugios que halló el coronavirus para infectar.
Así surgieron las llamadas vacunas bivalentes, o de “segunda generación” que ya están disponibles en el mundo, y están destinadas a mejorar las defensas del organismo frente a esta enfermedad. “Bivalente” significa que la vacuna hace que el sistema inmunológico cree anticuerpos contra dos tipos diferentes del virus SARS-CoV-2: la variante original de Wuhan y la ultracontagiosa Ómicron.
Hasta el momento, existen dos vacunas bivalentes contra el COVID avaladas por entes reguladores nacionales e internacionales. Se trata de los desarrollos de Moderna y Pfizer/BioNTech, los cuales utilizan la plataforma de ARN mensajero.
En el caso de la inmunización realizada por Pfizer, la formulación se divide en 15 microgramos diseñados para la cepa de Wuhan y los otros 15 para Ómicron. Mientras que para Moderna la composición es de 25 microgramos para cada variante. Ambas vacunas apuntan a los linajes BA.1 (Ómicron) y a las subvariantes BA.4 y BA.5.
“El 2021 fue el año de las variantes del coronavirus. Y 2022 fue el año de Ómicron, que llegó en realidad en noviembre de 2021. Durante 2022 esta variante mutó en muchas subvariantes. Eso generó la necesidad de actualizar nuestra vacuna basada en la exitosa y novedosa plataforma ARN mensajero para crear una inyección bivalente”, precisó a Infobae el doctor Rolando Pajón, director médico y científico para América Latina de la biotecnológica Moderna y uno de los científicos que participó de la creación de la vacuna ARN mensajero contra el COVID en el primer semestre de 2020.
La estrategia que usó el gigante asiático para frenar al coronavirus fue la misma desde el comienzo de la pandemia en Wuhan: rápidos cierres y confinamientos para frenar los contagios, pruebas masivas y castigos a funcionarios locales por no haber visto venir el brote antes de que se propagara. Según el gobierno chino, la dinámica era fundamental para el país asiático y para la protección de la población.
Las medidas incluyeron la imposición de estrictas medidas de confinamiento por parte de las autoridades, aunque solo se registren unos pocos casos de COVID, realizar pruebas masivas en lugares donde se han reportado casos, el aislamiento de personas con coronavirus en casa o en cuarentena en instalaciones gubernamentales, el cierre de comercios y escuelas en las áreas de contención (incluso las tiendas, con excepción de las que venden alimentos), los bloqueos se extendían hasta que no se encuentran nuevas infecciones.
Sin embargo, luego de que incluso con tales restricciones el país haya atravesado a finales de 2022 el brote más grande de la enfermedad desde el comienzo de la pandemia, sumado al descontento popular tras tres años de medidas que atentaban contra los derechos y las libertades individuales, el país anunció en febrero que daba “por termianada” la ola de COVID-19 en China, según declaró el jefe del grupo de respuesta contra la COVID de la Comisión Nacional de Sanidad de China, Liang Wannian.
La propia OMS celebró la progresiva relajación de la política de COVID cero, que se produjo después de varias jornadas de protesta en el país asiático por las fuertes restricciones en muchas de sus ciudades.
“Nos complace ver que las autoridades chinas están ajustando sus estrategias y realmente intentan calibrar las medidas de control teniendo en cuenta a las personas, sus vidas y sus derechos humanos”, señaló en una rueda de prensa el director de la OMS para Emergencias Sanitarias, Mike Ryan.
La OMS registró un descenso de la incidencia de COVID-19 en el mundo de un 58%, y de un 65% en el caso de las muertes en los últimos 28 días (del 6 de febrero al 5 de marzo de 2023), en comparación con los 28 días anteriores.
En concreto, a nivel mundial, en la semana del 6 de febrero al 5 de marzo de 2023 se notificaron casi 4,5 millones de nuevos casos y 32.000 muertes.
Hasta el 5 de marzo de 2023, se han notificado más de 759 millones de casos confirmados y más de 6,8 millones de muertes en todo el mundo.
Ya en el último trimestre del año pasado el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, había asegurado que el mundo “nunca ha estado tan cerca del fin de la pandemia de COVID-19″, después de que se registrara la cifra más baja de fallecidos por coronavirus desde marzo de 2020.
“Aún no estamos allí, pero el fin de la pandemia está a la vista”, subrayó en su rueda de prensa semanal, en la que pidió que no se frenen por ello los esfuerzos para combatir la enfermedad, ya que “un corredor de maratón no se para cuando comienza a ver la línea de meta”.
En tanto el doctor Jarbas Barbosa, director de la OPS, dijo en las últimas horas que aunque parezca que ya pasó y que el peligro terminó, “la pandemia de COVID-19 no terminó”. Barbosa encabezó el encuentro plagado de expertos de la OPS que hicieron un balance de la situación del coronavirus en la región de las Américas, a la vez que dejaron señales a futuro de cómo se comportará el SARS-CoV- 2 y cuáles son las mejores herramientas para poder salir de la actual pandemia.
Lo cierto es que, con cifras que se desvanecen cada vez más, sólo resta ver a cuánto está el mundo, a tres años de declarada la crisis sanitaria más grande de la historia moderna, de esa meta.