Petrolina (Brasil) (EFE).- Brasil tiene una región vinícola donde cada semana es semana de cosecha. Una misma parra de los márgenes del río San Francisco, en el nordeste del país, puede producir dos veces por año gracias a una combinación única de factores climáticos.
El Sertão es la región más árida de Brasil: la tierra da para plantar tomate y calabaza, pero por lo general está cubierta de un tipo de vegetación conocida como caatinga, una palabra indígena que quiere decir “bosque blanco” por el tono grisáceo de los arbustos.
En medio de esta sequedad tropical, ubicada ocho grados por debajo de la línea del Ecuador, emergen de la nada las 120 hectáreas de viñedos de la empresa Río Sol, con una producción de dos millones de botellas al año.
La sorpresa no se detiene allí. En una misma encrucijada del viñedo, uno puede ver pequeños racimos de uva blanca viognier todavía verdes y otros de uva tinta cabernet sauvignon ya casi maduros.
“Y estos de aquí mañana mismo se cosechan”, dice Tobias Mello, gerente del viñedo, apuntando a otras parras cercanas.
El sol que pega 300 días al año, la parquedad de las lluvias y la cercanía del caudaloso río San Francisco forman un cóctel perfecto para el cultivo vinícola.
La previsibilidad de ese trío de condiciones permite, además, un control casi absoluto sobre el ciclo de la planta, gracias a ciertas técnicas de poda e irrigación.
“En otros lugares del mundo, son las estaciones las que controlan la planta, con una sola cosecha anual a principios de otoño. Aquí somos nosotros los que decidimos cuándo”, afirma Mello.
Así, cuando los viticultores quieren que una cepa entre en reposo le inducen una fase invernal cortando el suministro de agua por goteo.
Al cabo de mes y medio, una vez hecha la poda, pulverizan un estimulante vegetal sobre las cepas para fomentar la aparición de brotes y vuelven a abrir el grifo.
En la región, una misma planta puede pasar por este proceso dos veces al año e incluso más en función de la variedad, según la enóloga Ana Paula Barros, pero las ventajas van más allá.
Como no se depende de las estaciones y los viñedos están divididos en lotes pequeños e independientes, las cepas de uno pueden estar hibernando, mientras las de otro están listas para la cosecha, lo que permite a la empresa vinícola producir sin parar.
“Hay más regiones tropicales con vinos, como Bolivia o Tailandia, pero no tienen la posibilidad de cosechar en cualquier época del año como aquí”, explica la enóloga, profesora del Instituto Federal Sertão Pernambucano.
El impacto económico de una mala cosecha en Europa puede ser catastrófico por ser la única. En esta parte de Brasil, solo hay que esperar a la semana siguiente.
Desde que en los años 80 se establecieron los pioneros de la viticultura en la región, el sector ha crecido hasta contar con ocho empresas de vinos.
Juntas, producen unos tres millones de botellas, el 70 % de ellas de vinos espumantes y destinadas en su gran mayoría al consumo interno, según datos del Instituto Federal Sertão y de la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria, una institución pública.
Las ventajas climatológicas del valle del San Francisco también han despertado el interés extranjero.
Río Sol pertenece a la portuguesa Global Wines, una empresa con fuerte presencia en la región vinícola del Dão que quiso comprar tierras en Brasil para tener acceso a este mercado de 203 millones de personas.
Pese al alto número de potenciales consumidores para sus vinos, el área plantada en Río Sol es relativamente pequeña: 120 hectáreas frente a las 450 disponibles.
Brasil, un país bebedor de cerveza, todavía está descubriendo el vino, que solía estar limitado a las grandes ocasiones y olvidado el resto del año.
Cuando Barros, que es natural de la región, empezó a trabajar en este campo hace casi 20 años, sus amigos pensaban que la enología era una especialidad sanitaria.
“El vino todavía es visto como una bebida demasiado fuerte comparada con la cerveza, pero la cultura está empezando a cambiar”, afirma.