Quizás nos sea saludable ponernos a contemplar las vidrieras del tiempo. Esto contribuirá a un desarrollo más pleno del ser humano, que ha de ser ayudado a llevar a cabo la plenitud de sus potencialidades anímicas, como individuo y en el contexto de la familia. Concebir la parentela, compartir sus éxitos, nos servirá para rectificar las erratas vivientes, plasmadas en nuestro obrar presente. Al fin y al cabo, el después no es más incierto que el ahora. Nuestra gran asignatura pendiente, sin duda, radica en aprender a reprendernos, bajando de los viciados pedestales. Será, entonces, como podremos situar el cierre a la pobreza; siendo capaces de acompañar a las personas, filiaciones y comunidades, en la senda de un auténtico desarrollo humano. ¿Acaso puedo considerarme ciudadano justo, si todavía cohabitan análogos encadenados a la indigencia? Nuestro porvenir es su porvenir, ¡preocupémonos!
La inquietud, con su árbol místico de ocupaciones vinculadas, nos ayuda a transitar con una relación llena de amor y de respeto, bajo el paraguas de ese ritmo constructivo que va de los ancianos a los más jóvenes, ese bonito puente que cada cual debe custodiar y cuidar. La alianza entre las generaciones es lo que nos relanza a repensar sobre nuestros modos y maneras de actuar y movernos, con la cercanía del darse y del donarse, para sacrificarse por el análogo. No olvidemos nunca, que una entidad en la que se reverencia la diversidad, es mucho más resistente y transformadora, que otra que no ve más perspectiva que para sí y los suyos. Adelante con la ternura siempre, que es lo que en definitiva refuerza la comunión, con vistas a salvaguardar ese otro valor trascendental humano, la concordia entre semejantes, ¡amémonos!
Amarse a sí mismo es el comienzo de una acción que debe durar toda la existencia; puesto que, aquel que no se ama, tampoco puede amar nada ni a nadie. Cultivemos el corazón, el tiempo apremia, ante el aluvión de conflictos y apuros que nos amortajan. En efecto, fuera de esta pasión de entrega incondicional por aminorar las muchas crisis que nos amenazan, difícilmente vamos a finalizar con las guerras; máxime en un momento en el que el número de desplazados forzosos ha alcanzado un nivel sin precedentes. El nuevo despertar del cosmos requiere, por consiguiente, de una colectividad más humana, franca y solidaria en el amor. Los nacientes aires deben ayudarnos a no vivir para nosotros mismos, sino para reconstruir otros hogares que respeten la vida, con una presencia generosa en todos los escenarios del orbe. Sabemos lo que tenemos que hacer, pues, ¡hagámoslo!
También hay un forjar, que consiste en pararse, en detenerse para percibir y valorar lo bello, para no proceder a un uso abusivo de lo que nos acompaña o despeñarse por la indiferencia. Sin contemplación es fácil caer en un antropocentrismo desviado y soberbio, que nos aniquile nuestro propio germen viviente, impidiéndonos espumar con la belleza de los sueños. Naturalmente, nuestro mejor destino, por el cual hemos de trabajar a destajo, va a depender de los cuidados ofrecidos en nuestra ruta. En consecuencia, tenemos la capacidad de crecer y de recrearnos. Por este camino, naturalmente, estamos llamados a destronar la desconfianza de nuestros andares y a tomar el compromiso de no cesar en la labor humanitaria. Bajo esta lucidez y con la ayuda colectiva, podemos reconstruir una civilización digna, con una verdadera cultura de la libertad. Cierto, ¡podemos y debemos realizarlo!
Víctor CORCOBA HERRERO/ Escritor