En los albores de la lucha por la independencia dominicana, cuando el viento de la libertad se fundía con el sudor y la sangre de aquellos que desafiaban el yugo haitiano, una figura emerge en las sombras del campo de batalla, un ser cuya valentía trascendió cualquier prejuicio y alcanzó la categoría de mito. Su nombre era Juana Trinidad, aunque la historia la recuerda como Juana Saltitopa, la enérgica joven que saltaba de rama en rama y cuyos pies jamás descansaron hasta ver la patria libre.
Nacida en 1815 en el pueblo de Jamo, próximo a La Vega, Juana no era una mujer común. Su alma rebelde y su espíritu indomable la llevaron a ser mucho más que una simple luchadora. En un contexto donde la figura femenina estaba relegada al silencio de la historia, Juana logró hacerse un hueco a fuerza de coraje y acción. Desde su infancia, destacaba por su carácter extrovertido, su energía desbordante y su inclinación por treparse a los árboles, saltando de rama en rama, cual gacela de los montes. Fue este peculiar hábito el que le dio su apodo: Saltitopa, un nombre que evoca tanto su destreza física como su inquebrantable voluntad.
Pero Juana no era solo una muchacha traviesa y alegre. En la guerra por la independencia, su figura se erguía entre los combatientes como un símbolo de valentía y determinación. En la Batalla del 30 de marzo de 1844, en Santiago de los Caballeros, su presencia fue clave.
Allí, en medio del fragor del combate, Juana se convirtió en una de las principales motivadoras de los soldados, estimulándolos con frases llenas de fuego y valentía, impulsando a cada uno a dar lo mejor de sí para lograr la victoria. Su coraje no solo se limitaba a las palabras: ella misma participaba activamente, llevando pólvora en su delantal o pañuelo para reabastecer a los artilleros en el calor de la lucha.
Durante las intensas jornadas de guerra, Juana también asumió otras tareas fundamentales. A pesar de no portar un uniforme militar, su rol como «aguadora» la convirtió en un pilar para las tropas. Transportaba agua no solo para calmar la sed de los combatientes, sino también para refrescar los cañones que, con su potente estruendo, hacían temblar el suelo dominicano. Además, su corazón generoso y su espíritu incansable la llevaron a ser enfermera en el campo de batalla, ayudando a curar a los heridos y brindando consuelo en medio del caos.
El tiempo pasó, y tras el triunfo de la independencia, Juana continuó siendo una figura destacada. En 1852, según el testimonio de Esteban Aybar y Aybar, se encontraba en Santo Domingo, trabajando para el gobierno y ganando el sueldo de coronel, un reconocimiento a su valentía y servicio. Sin embargo, con la llegada de Pedro Santana al poder, las aguas de la política se tornaron turbulentas para ella. Santana, temeroso de las posibles implicaciones de una mujer de tal carácter en los asuntos militares, la despidió y la envió de regreso al Cibao, lejos de la capital.
Ya en sus últimos años, Juana vivió más en la privacidad que en los círculos de poder. La heroína de la independencia dominicana pasó de ser una figura admirada en los campos de batalla a una mujer que, por la fuerza del destino, quedó fuera de las páginas principales de la historia política. Sin embargo, su legado perduró en la memoria de los que conocieron su historia, en los que la llamaban con respeto "La Coronela".
La tragedia alcanzó a Juana en 1860, cuando, en un enfrentamiento entre Nibaje y Marilópez, camino a Santiago de los Caballeros, encontró su fin. Las circunstancias exactas de su muerte se desdibujan entre las versiones, pero lo que queda claro es que, en la última batalla de su vida, Juana Saltitopa pagó con su vida por la causa que había abrazado con tanto fervor.
Su muerte, tan abrupta como su vida, no hizo más que consolidar su imagen de heroína inmortal. Juana Trinidad, la Saltitopa, la Coronela, sigue viva en la memoria colectiva de la República Dominicana. Ella fue mucho más que una simple guerrillera: fue el alma indomable de una nación que luchaba por su independencia, un símbolo de la valentía sin género, un emblema de que la libertad no tiene límites, ni siquiera los de la muerte.