La anotación es breve y clara. Dice: “Hago constar que yo, el escultor Miguel Ángel, he recibido hoy, día 10 de mayo de 1508, 500 ducados de Su Santidad el papa Julio II, que Carlino y Carlo degli Alvizzi me han abonado para que pinte la bóveda de la capilla del papa Sixto. Comienzo hoy a trabajar sujeto a las cláusulas contractuales que figuran en un documento extendido por el reverendo obispo de Pavía y firmado personalmente por mí al pie”. Y firmó: Miguel Ángel Buonarroti.
Hace quinientos diecisiete años, el gran genio del Renacimiento comenzó a pintar una de sus grandes obras, la Capilla Sixtina. El jueves pasado, ciento treinta y tres cardenales de la Iglesia Católica se reunieron allí, deliberaron y reflexionaron hasta consagrar al segundo americano en la historia, el primero estadounidense, como nuevo Papa de la cristiandad, sucesor de Pedro: el cardenal Robert Prevost, quien eligió el nombre de León XIV.
Entre leones también se gestó la Capilla Sixtina. Lo de Miguel Ángel no fue fácil, ni pintarla ni llevarse bien con el entonces pontífice Julio II, Giuliano Della Rovere, quien había ocupado el trono de Pedro en 1503 y era conocido como "El Papa guerrero" precisamente por su carácter belicoso. Miguel Ángel, por su parte, era una persona de trato difícil, con modales algo bruscos, por decirlo suavemente, y de una índole tan esquiva y tumultuosa como la de Su Santidad, por supuesto.
Miguel Ángel solía escribir tiernas cartas a su padre y fulminantes misivas a su hermano Giovansimone, un joven dado a la francachela y a derrochar la fortuna familiar que, dicho sea de paso, aportaba el artista. Cuando se mostraba afectuoso con su padre, firmaba como "Michelangiolo". Pero a su hermano díscolo, que incluso había sido violento con su padre, le dirigía cartas terribles. Antes de regresar a la Sixtina, a los Papas y al Espíritu Santo, un ejemplo de la furia de "Michelangiolo" hacia su hermano, que vivía en Florencia: "Eres un animal, y como tal te trataré porque cualquiera que viera a su padre amenazado o injuriado arriesgaría su vida por salir en su defensa, y así lo hago yo. (…) Si sigues comportándote como hasta ahora, iré allí y te ajustaré las cuentas para que te enteres de una vez por todas de quién eres, qué tienes y adónde te lleva tu camino. Eso es todo. Cuando me canse de hablar, pasaré a la acción. (…) Razona y no me tientes, porque mi cólera es más fuerte que tú".
El choque de ese carácter exaltado con el del Papa guerrero dejó una marca en la historia. En marzo de 1505, Julio II encargó a Miguel Ángel que diseñara y esculpiera su futura tumba, la del Papa. Buonarroti proyectó entonces un complejo arquitectónico y escultórico monumental que, casi por encima de la celebridad del pontífice, glorificaba el triunfo de la Iglesia. Por ello, pasó ocho meses en Carrara para elegir personalmente los mármoles y dirigir su delicada extracción de la cantera.
Cuando en 1508 Julio II le ordenó a Miguel Ángel, quien había viajado por una temporada a Florencia, que regresara a Roma, ambos habían superado en parte una relación áspera en la que el artista siempre huía de Roma y el Papa casi ordenaba capturarlo y traerlo de regreso ante su trono. Miguel Ángel pensó que había sido convocado para reanudar las obras del sepulcro papal, pero Julio II, el pontífice que colocó la primera piedra de la actual Basílica de San Pedro, había cambiado de opinión: para su tumba habría tiempo; ahora se proponía restaurar el techo abovedado de la Capilla Sixtina.
Hace cinco siglos, las cosas tardaban mucho más tiempo que ahora. Piensen en el flamante papa León XIV: es el sacerdote con la carrera más meteórica que se ha conocido; fue elevado al cardenalato por Francisco en 2023, y en apenas dos años se convirtió en vicario de Cristo en la Tierra: eso es avanzar a paso rápido. La Capilla Sixtina, bajo cuyo techo fue consagrado Prevost, llevó mucho más tiempo. Miguel Ángel, que tenía treinta y tres años en 1508 y había nacido en Florencia el 6 de marzo de 1475, no quiso saber nada del trabajo: recomendó, en cambio, a Rafael de Sanzio, otro joven genio de la época. Pero el Papa tampoco quiso saber nada de Rafael: estaba empeñado, y tenía buen ojo, en que la mano que restaurara el esplendor de la capilla debía ser la de Miguel Ángel.
Tampoco aceptó la tonta excusa del artista, quien le dijo que no era un entendido en pintar frescos. No era cierto. Había aprendido los secretos de la pintura a los trece años, cuando Domenico Ghirlandaio lo aceptó en su escuela de Florencia. Fue ese maestro quien le enseñó los secretos del fresco: revocar la pared, mezclar los colores y pintar rápido, mientras la cal seguía húmeda, para que los pigmentos se fundieran con el revoque, se integraran a la pared y duraran cientos de años.
Por fin, Miguel Ángel aceptó refunfuñando la orden del Papa y de inmediato inició una tarea sensacional con la furia de los conversos. Incluso amplió su trabajo y lo extendió a las bóvedas de la capilla, lo que le costó otro enfrentamiento con Julio II, quien lo resolvió con un resignado y autoritario "Haz lo que quieras".
Los cardenales que acaban de elegir como Papa a Richard Prevost, León XIV, tal vez hayan contemplado en sus momentos de meditación, inspiración, invocación y reflexión, a qué negarlo, ese techo maravilloso de la Capilla Sixtina en el que se representa la creación del hombre. Si lo hicieron, y no hay razón para pensar que no lo hicieron, deben haber quedado deslumbrados por el intenso azul que ilumina el recinto, que parece descender del cielo y que ha estado descendiendo desde hace quinientos años gracias a la maestría de Miguel Ángel.
La Capilla Sixtina es peculiar. Desde el exterior, casi no se distingue, ya que carece de los adornos arquitectónicos y escultóricos comunes en iglesias y capillas; no tiene una fachada principal y no es posible entrar en ella desde afuera: solo se accede desde el interior del Palacio Apostólico. Su bóveda principal mide veinte metros con setenta centímetros de altura y cubre un rectángulo de cuarenta metros con noventa centímetros de largo por trece metros con cuarenta centímetros de ancho.
De modo que Miguel Ángel construyó él mismo un gran andamio móvil de dieciocho metros de altura para trabajar cómodamente. De todas formas, hay que imaginarlo solo, frente a esas enormes paredes en blanco, tomando la decisión de plasmar en ellas una obra inmortal. Y lo hizo.