
Durante su dictadura de más de 30 años, Rafael Leónidas Trujillo no solo gobernó la República Dominicana con puño de hierro, sino que marcó la geografía nacional con símbolos de su poder. Residencias, monumentos y estructuras imponentes fueron levantadas por todo el país como testigos materiales de un régimen centrado en la glorificación del Jefe. Pero ninguna región fue tan privilegiada o tan marcada como su ciudad natal: San Cristóbal, que él mismo rebautizó como “provincia Trujillo” en 1932.
Trujillo tenía residencias en diversas regiones, pero las de San Cristóbal recibieron un trato especial. El Castillo del Cerro, la Casa de Caoba, la Hacienda María y la casa de playa en Najayo fueron lugares donde el dictador pasaba gran parte de su tiempo.
El Castillo del Cerro, una ostentosa construcción inspirada en la proa de un barco, fue edificado entre 1947 y 1949 por órdenes directas del dictador, con un costo equivalente a cinco millones de dólares de la época. Su arquitecto, Henry Gazón, y el muralista José Vela Zanetti, terminaron exiliados luego de que Trujillo rechazara la obra, alegando que tenía una decoración “de orates” y que representaba una amenaza estratégica.
En la actualidad, el castillo sirve como sede de la Escuela Nacional Penitenciaria y conserva algunos elementos originales, como muebles, un ascensor antiguo y un museo con objetos personales del dictador. A pesar de las remodelaciones, persiste la sensación de un lujo congelado en el tiempo.
La Casa de Caoba, en La Suiza, era el refugio más íntimo de Trujillo. Desde allí planeaba asuntos de gobierno y celebraba encuentros personales. Fue el destino final que nunca alcanzó la noche de su asesinato, el 30 de mayo de 1961. Hoy se encuentra en ruinas: escaleras derrumbadas, heces humanas, basura, grafitis y vestigios de lo que fue una mansión de élite.
Por su parte, la Hacienda María, conocida como la “Casa Blanca”, está igualmente abandonada. Sus paredes, ahora verdes por la humedad, muestran una vivienda que se deteriora bajo el peso del tiempo y el olvido. A pesar de sus imponentes estructuras, lo que alguna vez fue símbolo de poder se ha convertido en escenario de miseria.
Trujillo impulsó la construcción de múltiples monumentos por todo el país, no como reflejo de la historia nacional, sino como una oda personal. Entre ellos destacan el Obelisco Macho en Santo Domingo, construido en 1936 para conmemorar el cambio de nombre de la ciudad a “Ciudad Trujillo”; y su contraparte, el Obelisco Hembra, conmemorando la firma del Tratado Trujillo-Hull, considerado por el régimen como la “Independencia Financiera”.


En Santiago, mandó a erigir el Monumento a la Paz de Trujillo, una gigantesca columna coronada por un ángel, que fue luego rebautizada como el Monumento a los Héroes de la Restauración. También promovió la creación de estatuas ecuestres y tarjas con su nombre que debían ser colocadas obligatoriamente en hogares y oficinas, bajo amenaza velada de persecución.

Trujillo nació en 1891, en una casa modesta en el centro de San Cristóbal, donde hoy se levanta el Parque Piedras Vivas. Este lugar, reconstruido con piedras sin tallar, fue transformado en monumento en 1944 para conmemorar su nacimiento y glorificar sus orígenes. Sin embargo, de aquella vivienda original no queda nada: fue demolida y reemplazada por otra pieza del culto al líder.

La discusión actual sobre qué hacer con las propiedades que dejó Trujillo está cargada de controversia. El Consejo Internacional de Museos (ICOM) y el Museo Memorial de la Resistencia Dominicana se oponen a convertir estas edificaciones en museos, argumentando que eso enviaría un mensaje equivocado a la ciudadanía, especialmente a las nuevas generaciones.