los gigantes reaccionaro en la ultima entradaLa reciente decisión de la Asamblea Legislativa de la República de El Salvador
(Congreso unicameral, controlado absolutamente por el oficialismo) en el sentido de
eliminar toda restricción constitucional a la reelección presidencial, aprobada junto a
otras providencias que tienden a apuntalar la autoridad ejecutiva, desgraciadamente
coloca a esa nación en la conocida ruta hacia la dictadura.
(Como hay quienes parecen querer olvidar lo que es una dictadura, conviene recordar
que su raíz literal es el vocablo latino “dictator” -el que dicta, manda y ordena-, y que
aunque en su acepción romana está referida a un magistrado escogido por sus altas
virtudes cívicas para detentar el poder de manera temporal y total -sólo con algunas
restricciones- en momentos de graves crisis, en nuestros tiempos el concepto designa a
un tipo de régimen político en el que, sin distinciones de ideologías o posiciones en el
espectro partidista, el gobernante asume y ejerce, legal o fácticamente, todas las
facultades de dirección del Estado sin contrapeso, supervisión, control ni oposición).
Lo que ha acontecido en El Salvador, naturalmente, casi no ha sorprendido a nadie, y no
sólo porque ese sesgo o ruta de los gobiernos autoritarios sea un lugar común en la
Historia, sino también debido a que la preeminencia de la fuerza sobre la razón en el
manejo del Estado (y subsecuentemente del individuo sobre las instituciones) se ha
banalizado en este siglo XXI, una centuria en desarrollo cuyos perfiles espirituales más
sobresalientes son el descrédito de la cultura, el prestigio del narcisismo, el auge de la
ideología religiosa fundamentalista y una espectacular resurrección del extremismo de
derecha.
Como el suscrito ha dicho en otro lugar, el autoritarismo está de moda en el mundo y la
razón democrática se tambalea entre espasmos de descreimiento, disfuncionalidad y
deslustre, y de manera tan dramática que se han levantado de sus cenizas y de manera
desafiante sobrecogedores difuntos del pensamiento filosófico y político como el
irracionalismo confesional, la nostalgia totalitaria, la arcaica “guardiología”, el
desprecio por los derechos y las libertades y, sobre todo, la terrible y ya omnipresente
devoción neogeneracional por los pavorosos amaneramientos políticos, sociales y
culturales del autoritarismo.
En tal contexto circunstancial -hay que insistir en ello- resultaba más que previsible que
el presidente Nayib Bukele no resistiera la tentación de triturar la alternabilidad en El
Salvador como medio para enrutarse hacia la permanencia en el poder sin
constreñimientos constitucionales, y muy especialmente en estos instantes porque las
encuestas revelan que en los últimos meses su popularidad se ha estado resintiendo
ligeramente sin dejar de ser, más allá de sus controversiales peroratas y
determinaciones, uno de los mandatarios con mayor asentimiento social en el continente
y uno de los paradigmas preferidos de la gente joven.
(El leve descenso en la popularidad del mandatario salvadoreño ha sido atribuido por
los observadores básicamente al rechazo ciudadano a su manejo de varios temasecológicos y financieros, pero en general la percepción pública sobre su mandato sigue
siendo ampliamente favorable, particularmente cuando en los muestreos se invoca
directa o indirectamente su política de erradicación de la criminalidad y la
delincuencia).
Bukele, como se sabe, es un experto en publicidad (la estudió académicamente y la
aplicó con excelentes resultados en las empresas familiares) que se montó en la ola
conteporánea de abominación por la política tradicional (toda: la de derecha, la de
centro y la de izquierda) tras el fracaso sucesivo de los proyectos intervencionistas
(democristianos, socialdemócratas y posmarxistas) en la conducción del Estado y la
economía que, en su momento, constituyeron la esperanza de los depauperados y de las
clases medias para “subsanar” los estragos del fundamentalismo de mercado de los
proyectos neoliberales de la víspera.
Bukele tampoco no estuvo ausente de las gestiones gubernamentales de
socialdemócratas y posmarxistas (de hecho, fue electo alcalde de Nuevo Cuscatlán,
2012-2015, y de San Salvador, 2015-2018, en la boleta del FMLN), pero saltó del barco
cuando, después de una par de períodos de gran crecimiento económico, El Salvador
entró en un ciclo de agravamiento de las carencias materiales y espirituales de la gente y
de aparición de bandas delincuenciales todopoderosas y abracadabrantes que
prácticamente arrodillaron al Estado y vandalizaron a toda la sociedad.
La erradicación de la criminalidad y la delincuencia, logro innegable de la
administración de Bukele, ha creado un ambiente de paz y tranquilidad que ha sido
agradecido por todo el pueblo salvadoreño (y muy específicamente por los integrantes
de su aparato productivo, que eran rehenes de las bandas), pero se ha alcanzado a un
costo bastante alto desde el punto de vista del Estado de derecho: la quiebra de la
institucionalidad pluralista (el Ejecutivo controla todos los poderes públicos y embiste
diariamente contra las organizaciones de la sociedad civil), la supresión de libertades
fundamentales y la vigencia de un régimen de control policíaco-militar que no deja de
recordar a las “democracias populares” del Oriente europeo y a los “gobiernos de
regeneración” (dictaduras civiles o militares) de Asia, África y América Latina.
Por supuesto, la tensión entre las necesidades del orden público y el ejercicio pleno de
las libertades no es nuevo (antes al contrario, es la cuestión nodal de la política como
disciplina del ejercicio del poder desde el siglo XIX), como tampoco lo es (enseñanza
elemental y persistente de la Historia) que quienes se inclinan por una preeminencia
incondicional del primero terminan casi siempre estableciendo una dictadura, y quienes
lo hacen por las segundas concluyen permitiendo la gestación de grupos que minan la
paz y la autoridad del Estado… La antinomia de desenlace parece simplemente cómica,
pero en realidad es la tragedia mayor de la política en todas las latitudes y en todos los
tiempos.
Es obvio que Bukele, como buen integrante de la oligarquía salvadoreña, optó -¡maña
fuera!- por darle prioridad al orden público, y para ello hubo de distanciase de sus
orígenes filoliberales y protoprogresistas, acercarse a la racionalidad castrense que no
era de su simpatía en sus años mozos y, finalmente, actuar como un outsider de la
política tradicional no tanto para renegar de ella como para intentar liquidarla o llevarla
a su mínima expresión en tanto “nido de corruptos” y “ejercicio contemplativo de
debilidad” frente al nuevo enemigo “disolvente” de la sociedad: las famosas y
aterradoras “maras”.
(Y -que no se olvide- también eso último lo ha logrado Bukele: los grandes líderes y
partidos del sistema, calcinados por el desdoro originado en la ineficacia y la
corrupción, virtualmente carecen en estos momentos de presencia orgánica, pues han
quedado reducidos a nombres y siglas cuya mención en la sociedad evoca épocas que
nadie quisiera recordar y dan pie a palabrotas de rechazo, “cortadas” de ojo y pucheros
de todo rango y alcance).
La cuestión, empero, aunque sea antigua y conocida, está en pie nuevamente a propósito
del caso de Bukele y El Salvador, y mucho más ahora con el vericueto de “reinado
republicano” abierto por su Asamblea Legislativa y secundada con silentes “aplausos
chinos” por sus admiradores de todo el orbe: ¿vale la pena sacrificar el Estado de
derecho y las libertades en el ara del orden público? O mejor: ¿la paz y la tranquilidad
merecen el sacrificio de la legalidad y las libertades?
Históricamente las respuestas a esa cuestión también han estado claras: quienes se
apegan al conservadurismo, el tradicionalismo, el fundamentalismo religioso, la
satisfacción de las necesidades primarias, el individualismo y el mantenimiento de los
privilegios económicos y sociales habitualmente entienden que eso es lo correcto,
mientras que los que se decantan por el liberalismo, la solidaridad humana piadosa, las
reformas económicas y socioculturales, el cultivo de la espiritualidad más amplia y
plural, la religiosidad no teocrática y el bien común generalmente consideran que no lo
es.
Y, por supuesto, en lo atinente al tema, y dado que es un socialdemócrata inveterado e
“irremiso” (y, por lo tanto, un “pendejo” devoto y prosélito de valores que hoy no están
de moda, pueden ser molestosos y van “a contracorriente” del momento), el derrotero
que indican las “luces direccionales” del pensamiento del autor de estas líneas se cae de
la mata: cree que la suprema manifestación del genio político reside precisamente en
encontrar el punto de equilibrio entre las necesidades del orden público y el ejercicio de
los derechos y las libertades.
Por ello, la decisión adoptada por los legisladores salvadoreños le parece -punto más,
punto menos- otra manifestación política de un “corte” conductual que también está en
boga hoy en todas las esferas de la vida humana: procurarle a los problemas o a las
crisis la rápida y quirúrgica “solución del bruto”, porque estudiar, razonar y actuar con
espíritu de justicia (filosófica, religiosa, ideológica o ética) puede ser demasiado tedioso
y fatigante.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo domingo.
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