
EE. UU. – La elección de Alaska como escenario para el esperado encuentro entre el presidente estadounidense, Donald Trump, y su homólogo ruso, Vladimir Putin, el próximo 15 de agosto, ha desatado interpretaciones cargadas de simbolismo.
Más de siglo y medio atrás, este remoto territorio formaba parte del Imperio Ruso, hasta que en 1867 fue vendido a Estados Unidos por 7,2 millones de dólares, en una operación impulsada por el secretario de Estado William H. Seward y en su momento ridiculizada como “la locura de Seward”. Con el tiempo, aquella transacción reveló su valor estratégico: recursos naturales, control del Ártico y una posición clave en el Pacífico.
Para el Kremlin, reunirse en Alaska es “lógico” por su proximidad geográfica a través del estrecho de Bering. Sin embargo, analistas apuntan que el lugar ofrece también ventajas políticas para Putin: no está bajo jurisdicción de la Corte Penal Internacional, lo que minimiza riesgos legales en medio de las acusaciones que enfrenta.
La cita se produce en un contexto marcado por la guerra en Ucrania y especulaciones sobre negociaciones territoriales. La ironía histórica es evidente: en la misma tierra que Rusia vendió hace más de 150 años, los dos líderes podrían debatir hoy sobre soberanía y fronteras.
Para algunos, es una jugada calculada que busca un ambiente controlado, lejos de la presión europea y de las protestas ucranianas. Para otros, un gesto de poder que reaviva fantasmas históricos y proyecta un mensaje tácito: que las grandes potencias aún pueden decidir el destino de territorios sin los directamente implicados.
En agosto, Alaska pasará de ser un recuerdo de la diplomacia del siglo XIX a convertirse en el epicentro de un diálogo que podría definir la geopolítica del siglo XXI.