
La neblina matinal cubre el golfo de Nápoles.Mientras tanto, a varios metros bajo el agua, reposan las ruinas de Bayas, la ciudad donde el poder y la lujuria de la antigua Romaencontraron su paraíso y su condena. Un destino que, tras siglos de banquetes desmedidos, conjuras palaciegas y noches eternas de sexo, terminó devorado por el fuego de los volcanes.
Ningún otro enclave del mundo romano reúne en sus cimientos un destilado tan puro de exceso y tragedia como Bayas. Sus columnas caídas, hoy pobladas de algas y peces, guardan los secretos de emperadores, poetas y cortesanas. El mito de la “Las Vegas” de la Antigüedad resurge cada vez que un destello de sol se cuela entre los arcos hundidos.
Bayas fue un escenario donde la élite del mayor imperio de Occidente destiló su ambición y su deseo hasta transformarlos en una orgía monumental de mármol, vino y banquetes descontrolados.
El calor de las aguas termales sube desde las entrañas de la Campi Flegrei, una extensa caldera volcánica que recorre la región bajo la tierra. Bayas nació allí, sobre laderas fértiles.
A finales de la República romana y durante el apogeo del Imperio, este rincón del Golfo de Nápoles dejaría de ser un mero accidente geográfico. La llegada de la poderosa gens romana –senadores, cónsules, generales– marcó el inicio de su época dorada. Pronto, emperadores como Augusto, Nerón y Calígulareclamarían sus orillas y cerros para levantar residencias entre palmeras y jardines suspendidos.
“En Bayas, los dioses caminan ebrios de placer”, se decía en los círculos aristocráticos, mientras los recitadores de poemas admiraban la ingeniosa arquitectura de los palacios encaramados al mar. El rumor de intrigas y excesos crecía como la espuma de las fuentes de agua caliente que brotaban día y noche.
Séneca, filósofo y consejero de Nerón, visitó la ciudad y dejó constancia, con sarcasmo sombrío: “Bayas es el lugar donde la virtud viene a morir”. Intentó advertir de los peligros de un ocio ilimitado, sin disciplina y sin piedad con los débiles –una opinión raramente escuchada entre los señores del Senado.
En ninguna otra villa se incubaron tantas historias feroces y fascinantes. Bayas fue, durante siglos, símbolo del desenfreno. Basta con cerrar los ojos y dejarse arrastrar por la memoria de las crónicas: la ciudad palpitaba con el eco interminable de fiestas que jamás tocaban a su fin.