
Chile impulsa en silencio un proyecto de infraestructura digital que podría redefinir el mapa geopolítico de las telecomunicaciones en América Latina: el “Chile–China Express”, un cable submarino que conectaría directamente las costas chilenas con Hong Kong, gestionado por empresas ligadas al régimen chino. }
La iniciativa preocupa a expertos y gobiernos por su falta de transparencia, los riesgos de vigilancia asociados a las leyes de inteligencia chinas, y su potencial impacto sobre la soberanía digital de países interconectados en la región.
Mientras el país ya participa en el proyecto “Humboldt” —un cable público-privado impulsado por Google y autoridades chilenas que conectará Valparaíso con Sídney—, el Chile–China Express avanza bajo una opacidad llamativa. Registros de la industria lo identifican como “en progreso”, a cargo de la firma Inchcape/ISS, sin detalles públicos sobre su financiamiento, socios ni términos contractuales. No ha habido licitaciones abiertas ni participación estatal clara, lo que genera inquietud en sectores políticos y técnicos.
Más allá de lo técnico, el trasfondo es profundamente político. China cuenta desde 2017 con una Ley de Ciberseguridad que obliga a las empresas a cooperar con el aparato estatal en temas de inteligencia, incluyendo auditorías y entrega de datos. La Ley de Inteligencia Nacional amplía esta obligación incluso a operaciones fuera del país. Esto significa que cualquier dato que circule por infraestructura operada por compañías chinas puede terminar en manos del régimen, sin control de los países usuarios.
El carácter transnacional de los cables submarinos agrava la preocupación: Argentina, Brasil, Uruguay, Perú o Ecuador podrían ver parte de su tráfico digital enrutar por este tendido si se integra al ecosistema regional. Se teme que el cable se convierta en una herramienta estratégica para la expansión de la influencia digital de China, en línea con su plan quinquenal de informatización que prioriza el dominio global de las telecomunicaciones.
Las alarmas no se limitan al cable. Casos anteriores de contratos opacos con China en América Latina —como los préstamos respaldados con crudo en Ecuador— revelan una estrategia recurrente: secretismo contractual, condiciones desequilibradas y promesas incumplidas. Incluso en Chile, grandes inversiones anunciadas por firmas chinas como Sinovac o BYD nunca se concretaron.
En contraste, el proyecto Humboldt ha seguido una lógica de mayor apertura, con cronogramas y actores claramente definidos. Si bien ningún actor global está exento de riesgos, la transparencia en la ejecución ha permitido mayor control público y democrático.
En definitiva, el Chile–China Express no es solo un cable. Es una pieza más en el tablero geopolítico global donde se disputa el control de los datos, la infraestructura crítica y, en última instancia, la soberanía de las democracias latinoamericanas frente a poderes autoritarios con estrategias extraterritoriales de vigilancia y control.