
Santo Domingo — Durante más de tres décadas, Joaquín Balaguer moldeó el destino político de la República Dominicana. Presidente siete veces entre 1960 y 1996, su figura fue un complejo entramado de autoritarismo, clientelismo político, obras de infraestructura y una corrupción profundamente enraizada que marcó a fuego la historia institucional del país.
Con una longevidad política asombrosa, Balaguer se mantuvo en el poder incluso hasta casi sus 90 años, saliendo del poder en 1996. Su último gran retorno al poder se produjo en 1986, después de una breve interrupción democrática liderada por el PRD. A su regreso, se desató una ofensiva judicial contra su predecesor Salvador Jorge Blanco por presuntos actos de corrupción, pero esta cruzada fue vista por muchos como una cortina de humo para encubrir sus propias prácticas clientelistas.
El 16 de agosto de 1990, Balaguer asumió por sexta vez la presidencia tras unas elecciones fuertemente cuestionadas por fraude. La oposición, encabezada por Juan Bosch del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), denunció que el balaguerismo se aferraba al poder a cualquier precio. Durante los meses posteriores, el país se vio envuelto en una ola de huelgas, protestas y disturbios. Más de 40 personas murieron a manos de fuerzas militares y 5,400 ciudadanos fueron arrestados, lo que sumió al país en una tensión similar a los tiempos de los “Doce Años” de Balaguer.
En un intento por calmar los ánimos, Balaguer prometió renunciar en 1992 y convocar nuevas elecciones. No lo hizo. La maniobra le dio oxígeno político temporal, pero la situación económica siguió deteriorándose. Para 1990, la inflación alcanzó un histórico 100%, mientras el peso dominicano se desplomaba y miles de ciudadanos emigraban o se desplazaban internamente en busca de subsistencia.

A pesar de promesas de austeridad y reformas, la corrupción siguió siendo una constante. El aparato estatal funcionaba bajo un modelo de “reparto político”, donde las riquezas del Estado servían como botín para allegados del régimen. La justicia, sometida y politizada, nunca tocó a las figuras claves del poder balaguerista.

En los hospitales no había medicinas; en las escuelas, maestros mal pagados y sin formación. El sistema educativo estaba colapsado, mientras el Colegio Médico y la Asociación Dominicana de Profesores vivían en huelgas constantes. La clase media y profesional huía del país, generando una preocupante "fuga de cerebros", como citó el historiador Frank Moya Pons en su libro.
Presionado por la élite empresarial y el caos financiero, Balaguer aprobó una serie de reformas económicas entre 1991 y 1993: liberó el mercado cambiario, eliminó controles de precios, firmó acuerdos con el FMI y buscó estabilizar la economía. No obstante, estas medidas, aunque necesarias, sirvieron también como estrategia para neutralizar la presión social y ganar tiempo político.
Una de las grandes contradicciones del gobierno de Balaguer fue su apuesta por la infraestructura en medio de la miseria social. Durante este período, se inauguraron importantes obras como la ampliación de la Autopista Duarte, el Acueducto Cibao Central, el Gran Teatro del Cibao, y el polémico Faro a Colón, símbolo de despilfarro y opulencia en un país carente de lo más básico.
La celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento de América trajo consigo visitas internacionales como la del Papa Juan Pablo II y la Reina Sofía de España, pero también protestas internas que consideraban el evento un gasto innecesario y una glorificación del colonialismo.
A pesar de sus problemas de salud, Balaguer logró perpetuarse en el poder hasta 1996. Jamás fue juzgado ni enfrentó consecuencias por los abusos de su régimen.
