4cc1621f b4cd 4ce5 a861 63b749d7b206Mucho se ha debatido en estos días el sonado caso de corrupción del Seguro Nacional de Salud (SENASA), en el que a un grupo de ciudadanos se les acusa de haber sustraído más de quince mil millones de pesos. Los epítetos y calificativos peyorativos han abundado; algunos incluso se mofan de que, esta vez, el robo no fue cometido por alguien de humilde estrato social de Arroyo Cano, sino por individuos catalogados como “popis”. Lo cierto es que estamos ante un hecho deleznable, que bien puede calificarse como un crimen de lesa humanidad —por las miles de personas que pudieron morir esperando una atención médica que nunca llegó— y, además, un crimen de lesa patria, pues fue perpetrado por administradores del erario público.
De poco sirve una educación impartida en los mejores centros académicos del país cuando la formación familiar es débil o inexistente. Poco importa si se es popi o wawawa, popi–wa o wannabe. Padres corruptos podrán pagar buena educación a sus hijos, pero jamás podrán inculcarles valores. Recuerdo el caso de un niño del colegio del Padre Guido que llegó a su casa con un juguete que sus padres no le habían comprado. La madre, de inmediato, lo cuestionó sobre su procedencia. El niño respondió que se lo había regalado un amiguito. Sin dudarlo, la madre lo obligó a devolver el juguete al colegio, alegando que “su amiguito no trabaja para comprar y regalar juguetes”. Hoy ese niño es un adulto y puedo afirmar, sin reservas, que es una de las personas con mayores valores morales que he conocido.
Esa carencia formativa es, precisamente, la que ha dado lugar a una sociedad que lleva la corrupción inoculada en su ADN. Nos escandalizamos de manera selectiva; nos sumamos al ruido del momento, pero en lo profundo muchos llevamos dentro a un corrupto frustrado, limitado únicamente por la falta de oportunidad. Cuando hemos tenido la ocasión de demostrar rectitud, nos hemos “achicharrado”. ¿Acaso no es corrupción pasarse un semáforo en rojo, colarse en una fila, invadir el carril contrario en un tapón para adelantarse, traficar influencias para obtener un servicio público, suspender la docencia sin causa justificada o conseguir licencias médicas sin estar enfermos?
¿Quién se ha levantado de su mesa en un restaurante al ver entrar a un funcionario corrupto? Todo lo contrario: los perseguimos para que consigan becas a nuestros hijos, para que patrocinen proyectos personales, para que nos otorguen una botella en el gobierno o nos ayuden a resolver problemas económicos particulares. A esos corruptos “generosos” los justificamos diciendo: “roba, pero comparte con los pobres”. En nombre de la pobreza se han cometido algunos de los crímenes más atroces de la historia.
Nuestros valores están invertidos. Vivimos en una sociedad en la que devolver un bulto con diez mil dólares es noticia de primera plana, cuando lo verdaderamente alarmante debería ser que no se devuelva. Tan normalizado está el robo, que la honradez se celebra como una rareza. Estamos obligados a ser buenos ciudadanos; la corrección no es un acto heroico, es un deber. Para castigar al que delinque existe un Código Penal; no existe un código para premiar la decencia, porque no debería hacer falta.
La sociedad dominicana está tan deteriorada que el cáncer de la corrupción ha hecho metástasis incluso en las instituciones llamadas a combatirla. No menos del noventa por ciento de quienes somos designados en cargos públicos o privados comenzamos, tarde o temprano, a idear mecanismos para incrementar nuestros ingresos en perjuicio de la entidad a la que servimos. Se “pellizca” la caja chica, se reportan empleados fantasmas, se simulan gastos inexistentes, se asignan obras a cambio de mordidas. La corrupción se desplaza sin obstáculos desde el más humilde conserje hasta el más alto funcionario. Por eso, más que confiar en la buena voluntad de las personas, siempre habrá que confiar en la solidez y seguridad de los sistemas.