"La soberbia es la auto-exaltación, el engreimiento, la vanidad": la catequesis de la audiencia general de hoy en la plaza de San Pedro está dedicada a este vicio, el último del recorrido sobre los vicios y las virtudes iniciado el pasado 27 de diciembre. La leyó monseñor Pierluigi Giroli, padre rosminiano de la Secretaría de Estado, "un ayudante mío", comentó el Papa al presentarlo, "porque todavía estoy resfriado y no puedo leer bien". La lectura que la precede está tomada del libro del Eclesiástico:
“La soberbia es odiosa al Señor y a los hombres (…) ¿De qué se ensoberbece el que es polvo y ceniza? (…) El Señor derribó los tronos de los poderosos y entronizó a los mansos en lugar de ellos.”
Francisco describió al soberbio: "es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido mayor que los demás", a los que desprecia por considerarlos inferiores. El Papa recordó la catequesis del pasado miércoles, en la que se habló de un vicio similar, la vanagloria, pero "es una enfermedad infantil" si se compara con la soberbia. Y afirmó:
Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: se empieza por los pecados más groseros, como la gula, y se llega a los monstruos más inquietantes. De todos los vicios, la soberbia es la gran reina. (…) Quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté llamado el cristiano.
Dentro del mal de la soberbia, continuó el Papa, está "la absurda pretensión de ser como Dios", está por tanto el pecado radical. Arruina las relaciones humanas, envenena ese "sentimiento de fraternidad" que debería unirnos a todos. El soberbio también se revela como tal en su físico y en actitudes particulares:
Es un hombre fácil de juzgar desdeñosamente: por nada emite juicios irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces. En su arrogancia, olvida que Jesús en los Evangelios nos dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca.
A la persona soberbia es imposible hacerle ni siquiera una pequeña crítica u observación, continuó el Pontífice. Es imposible corregirle, con ella sólo hay que tener paciencia "porque un día su edificio se derrumbará". Y citó el ejemplo del apóstol Pedro, que alardeaba al máximo su fidelidad: "Aunque todos te abandonen, yo no lo haré" (cf. Mt 26,33), para luego descubrirse tan temeroso como los demás ante el peligro de muerte.
Y así, el segundo Pedro, el que ya no levanta el mentón, sino que llora lágrimas saladas, será medicado por Jesús y será por fin apto para soportar el peso de la Iglesia.
"El verdadero remedio para todo acto de soberbia" es la humildad por la que pasa la salvación y María es ejemplo de ello. En el Magnificat, da testimonio del Dios que "dispersa con su poder a los soberbios en los pensamientos enfermos de sus corazones". Por último, Francisco recordó al apóstol Santiago, que escribió a una comunidad herida por las luchas internas originadas en el orgullo: "«Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia" (St 4,6). Y concluyó con una referencia al tiempo que estamos viviendo:
Por tanto, queridos hermanos y hermanas, aprovechemos esta Cuaresma para luchar contra nuestra soberbia.