
Santo Domingo- La madrugada del 14 de julio de 2002, el reloj de la historia detuvo su segundero sobre la figura longeva y laberíntica del doctor Joaquín Antonio Balaguer Ricardo. Tras once días de silencio y fragilidad en la suite 406 de la Clínica Abreu, su corazón que había latido con obstinación por 95 años se rindió ante la biología. Pero no ante la historia. A 23 años de su muerte, Balaguer permanece en el inconsciente colectivo dominicano como una figura ineludible: tan intelectual como autoritaria, tan venerado como temido, tan necesario como incómodo.
Balaguer fue, ante todo, un político de filigrana, de pluma y de cálculo. Su ascenso, ligado desde joven a los movimientos nacionalistas contra la ocupación estadounidense de 1916-1924, lo llevó a codearse con figuras como Rafael Estrella Ureña. De esas conexiones surgiría su tránsito hacia los mármoles del poder, primero como funcionario gris del régimen trujillista, y más tarde como su heredero ambiguo: el que continuó la estructura autoritaria con guantes de terciopelo y retórica de biblioteca.
Gobernó la República Dominicana durante 24 años, más tiempo que muchos regímenes enteros, siendo presidente en siete ocasiones —seis constitucionales, una provisional. Ningún otro ha tenido tanto tiempo las riendas del país, ni ha encarnado con tanto dominio la contradicción entre ilustración y represión.
Porque Balaguer, el poeta de La Realidad y el Delirio, fue también el ejecutor de políticas que hoy se estudian con la mirada crítica de las ciencias políticas y la memoria histórica. Su firma aparece tanto en decretos de obras públicas como en las sombras de desapariciones forzadas; tanto en el crecimiento económico de los años 70 como en las listas de opositores perseguidos. Hizo de la represión un arte sutil, y del paternalismo una política de Estado.
Su gobierno se sostuvo sobre una mezcla de modernización autoritaria, construcción de infraestructura y un orden casi teológico. Era el guardián de una moral política que a menudo ignoraba los derechos humanos en nombre de la estabilidad. Su estilo personalista, casi feudal, impregnó al Estado de una lógica de obediencia y dependencia. Al mismo tiempo, escribía libros, citaba a Pascal, y hablaba de Sócrates con la misma serenidad con la que silenciaban a sus detractores.
El Balaguer que yació en la Clínica Abreu no era simplemente un anciano: era una época entera postrada. Su partida marcó el fin simbólico del siglo XX dominicano, con todas sus luces y pesadillas. Aún hoy, la política nacional se construye, de alguna forma, a la sombra de su legado: los que lo imitan, los que lo repudian, los que aún no logran ubicarlo.

Luego de que el también escritor volviera a la presidencia en 1966, se inició el periodo de los 12 años, que se caracterizaron por hechos de violencia, donde fueron asesinados diversos dirigentes izquierdistas; protestas, los procesos de Reforma Constitucional y de Reforma Agraria.
Balaguer fue reelecto como presidente en los periodos de 1970 y 1974, debido a la represión política y la participación de las Fuerzas Armadas en actividades políticas.
Posteriormente, el expresidente duraría ocho años en la oposición, pero aun así, se mantenía como el caudillo del Partido Reformista, donde él decidía quienes ocupaban los puestos directivos y puestos dirigenciales.

A 23 años de su muerte, Joaquín Balaguer sigue siendo un desafío para el juicio histórico. No basta con las cifras ni con las anécdotas. Hay que entenderlo como fenómeno, como síntesis de una sociedad que osciló —y quizás aún oscila— entre el deseo de orden y la necesidad de libertad.
Balaguer no fue solo un hombre. Fue una pregunta. Y es posible que su respuesta aún esté pendiente.