Logo 7dias.com.do
Variedades 
  • Por: Agencias
  • jueves 24 julio, 2025

La bailarina que inventó el striptease y la doble agente que le lanzó besos a los soldados que la fusilaron: el mito de Mata Hari

img 3177

El 24 de julio de 1917 una corta marcial inició el juicio contra Margaretha Geertruida Zelle, Mata Hari antes de dedicarse al baile exótico, acusada de ser espía alemana, de causar la muerte de cerca de cincuenta mil soldados y de otros fracasos sonantes de los militares franceses. Un proceso irregular, un chivo expiatorio y una mujer que inventó su propia vida y que antes de morir le pidió perdón a su hija en una carta.

Tuvo una vida de leyenda, una leyenda agria, tumultuosa, infausta. Pudo ser lo que era, una bailarina de cabaret que había inventado el striptease sin saber que el arte de despojarse de las ropas en público iba a ser llamado así; pudo ser mucho más rica de lo que fue cuando se acostaba con militares, funcionarios, diplomáticos, jóvenes oficiales, senadores de la Francia libre, o con el hijo del emperador alemán: su talento de bailarina también brillaba en la enredadera de las sábanas de los hoteles de lujo.

Era muy bella, se había inventado una vida porque la suya, la verdadera, no merecía haber sido vivida. Toda su riqueza, su cuerpo y su audacia, viajaba con ella por los mares y las carreteras de un mundo que estaba a punto de ser destruido por la Primera Guerra Mundial. Ese torbellino que iba a transformar a Europa la envolvió, la arrolló con una fuerza loca, entró en el laberinto del espionaje donde nada es verdad y terminó fusilada por Francia, acusada de una traición que, tal vez, ni siquiera había cometido.

Esa fue la vida de Margaretha Geertruida Zelle, que había nacido en Holanda cuando no era obligado llamar a esas tierras Países Bajos, y que con los años, cuando se inventó su otra vida, iba a adoptar el nombre de Mata Hari, que en un inexplorado idioma malayo significa “Sol de la aurora”, o algo parecido.

En la vida de Mata Hari, todo es algo parecido; todo tiene dos versiones, o diez; todo está enmascarado o revelado con claridad pero teñido con la sombra de la duda. Fue una cortesana, un sustantivo adjetivado que evita nombrar a la prostitución de lujo; ganó mucho dinero, recibió joyas valiosas por sus servicios, se enamoró de un joven oficial ruso al servicio de Francia, que iba a traicionarla cuando las cosas se pusieron peligrosas; herida, acorralada, nunca mostró decepción o frustración o dolor ante tanta felonía y tanto perjurio.

También fue espía. Cómo, cuánto y para quién espió ni siquiera está por verse porque la bruma del pasado lo cubre todo; la usaron los alemanes y los franceses; cuando los alemanes pensaron que ya no les era útil, la traicionaron con la exactitud y la precisión de una maquinaria de guerra lanzada incluso hacia su propio aniquilamiento; los franceses la juzgaron por infiel, por haberse vendido y por desertora; la convirtieron en una especie de chivo expiatorio para culparla de los yerros en aquella guerra de trincheras que iba a durar quince días y duró cuatro años. Y Margaretha comprendió, tarde, que había jugado mal, alegre y desvergonzada, segura y transparente como las ropas que se quitaba, una a una en sus danzas exóticas, ante una sociedad que iba a matarla y a condenarla al olvido.

Fue entera hasta el final. Atada a un poste, vestida para la ocasión en la que sería la última madrugada de su corta vida de cuarenta y un años, empujó sus labios hacia el aire frío del otoño francés y lanzó un beso, el último de su vida, hacia los doce fusileros que la mataron poco después. Eso también es leyenda.

Su vida todavía intenta ser desentrañada por fervorosos voluntarios que buscan una verdad oculta. De eso se encarga la Fundación Mata Hari, un grupo neerlandés que hace más de dos décadas usó los documentos desclasificados por la inteligencia británica para pedir al gobierno francés que ya está bien, que ya es hora de exonerar a Margaretha Zelle, Mata Hari, que no era culpable de los cargos de alta traición que la llevaron ante un pelotón de fusilamiento; que había sido una espía de bajo nivel que no había revelado secretos vitales a ninguna de las dos naciones en pugna: “Creemos –afirmaron los voluntarios en un documento– que hay suficientes dudas sobre el expediente de información que se utilizó para condenarla para garantizar la reapertura del caso. Tal vez ella no era del todo inocente, pero parece claro que no era la espía maestra cuya información envió a miles de soldados a la muerte, como se ha dicho”. En la vida de Mata Hari, todo tiene más de una versión.

Nació en Leeuwarden, al norte de Holanda, el 7 de agosto de 1876. Era hija del sombrerero Adam Zelle y de Antje van der Meulen, padres de otros tres hijos varones. El matrimonio se divorció, la madre murió un par de años después, el papá se volvió a casar y Margaretha, ya adolescente, huyó de casa y fue a vivir con su padrino. En la escuela donde las chicas eran educadas para ser maestras, Margaretha, que ya era consciente de su belleza y de su cuerpo, tenía dieciséis años, se enredó en amores con uno de los directores del instituto: los expulsaron a los dos.

Dos años después, leyó un aviso en un diario que decía: “Oficial destinado en las Indias Orientales holandesas desearía encontrar señorita de buen carácter con fines matrimoniales”. Margaretha contestó el aviso que en realidad era una broma cuartelera que sus amigos le habían hecho al capitán Rudolf McLeod: se comprometieron una semana después de conocerse y se casaron en 1895. El tipo, un escocés que casi la doblaba en edad, resultó un borracho, infiel y golpeador destinado en Java, hoy Indonesia, que formaba parte de las Indias Orientales Holandesas. Lo que parecía un paraíso se convirtió en infierno. Tuvieron dos hijos, Norman y Jeanne. El varón murió a los dos años, envenenado por uno de los sirvientes de la casa que buscaba vengarse de McLeod. El matrimonio sucumbió ni bien ambos regresaron a Europa, en 1902. En el juicio de divorcio, en 1906, el marido de Margaretha obtuvo la custodia de la hija: acusó a Margaretha de haber llevado una vida libertina en Java, lo que era verdad.

Sola y sin un peso, Margaretha, con el nombre de Lady McLeod, modeló desnuda para algunos artistas. Entonces se inventó otra vida, la real la había defraudado. Sus rasgos extranjeros, herencia materna, su pelo negro, su cuerpo “largo, delgado y orgulloso que París no había visto moverse hasta entonces”, al decir de la escritora Colette, su interés en las danzas orientales que Java le había despertado y su imaginación desbocada, la convirtieron en Mata Hari. Dijo ser hija de una princesa indonesia y se presentaba ante el público con una gran mentira que contenía parte de su propia tragedia de vida. Decía: “Mi madre, gloriosa bayadera del templo de Kanda Swany, murió a los catorce años, el día de mi nacimiento. Los sacerdotes me adoptaron y me pusieron Mata Hari, que quiere decir ‘Ojo de la aurora’”. Se decidió a bailar desnuda, o casi, en otros ámbitos diferentes a los de su inicio en un circo; buscaba unos escenarios donde pudiera impresionar aquel runrún del principado, el sol de la aurora y los dioses indonesios. 

Debutó en el Museo Guimet, propiedad del coleccionista Emile Etienne Guimet, el 13 de marzo de 1905 como “bailarina exótica”. Ahora, ¡qué exotismo!: aparecía envuelta en transparencias, todas leves, que se quitaba de a una hasta quedar como tal como había llegado al mundo, salvo su intimidad que cubría, a veces, no siempre, con metales diminutos que llevaban incrustadas piedras de jade. O que parecían de jade.

El jade era lo de menos. París abrió la boca y no volvió a cerrarla por mucho tiempo; se luchaba a brazo partido en batallas intensas por conseguir entradas en las primeras filas del Museo Guimet, y a Mata Hari le llovieron los amantes y los regalos, algunos muy caros. Los economistas que nunca faltan, tampoco faltaron en la cama de Mata Hari, hicieron reducciones, variaciones, conversiones, dieron vuelta estadísticas y sacaron centenares de cuentas hasta llegar a la conclusión de que la bailarina exótica había cobrado a menudo siete mil dólares de hoy por una noche de placer, intenso eso sí, para quien pagaba esa suma.

A Margaretha no la recibió Vadim. Fue el capitán Georges Ladoux quien recibió a Mata Hari con una condición previa para ver a su amado: debía ser espía en favor de Francia. Y ella aceptó. Ladoux era una de las cabezas del Deuxieme Bureau, el servicio de informaciones del ejército francés. Los franceses sabían que Mata Hari había actuado varias veces ante Guillermo de Prusia, hijo mayor del káiser Guillermo II y príncipe heredero del imperio alemán y, al menos en lo formal, un general de alto rango en el frente occidental. Francia quería acceder a secretos militares alemanes colando a Mata Hari en las sábanas del heredero al trono.

Pero parece que Guillermo de Prusia era un gandul, dicho esto con todo respeto, de treinta y cuatro castañas que era mucho más propenso a las fiestas, las mujeres, el alcohol y la tontería, que a los secretos militares, la estrategia de las mesas de arena y la conducción de tropas en los campos de batalla. Eso sí, complotaba contra su papá con grupos de la ultraderecha y planeaba declararlo demente para reemplazarlo. La propaganda alemana no decía nada de esto y sí decía del heredero otras cosas elogiosas y brillantes, y los franceses creyeron en la propaganda. Es por estas cosas que se hace cierto el dicho que afirma que en la guerra, lo primero que muere es la verdad, y no por las razones que le adjudican hoy ciertos sociólogos de potrero que sirven como tertulianos de indigeribles programas de televisión.

Francia le ofreció a Mata Hari un millón de francos si podía seducir al príncipe y sacarle buena información sobre los planes alemanes, sin saber que el príncipe nunca había comandado una unidad mayor que un regimiento en su opaca vida militar. También le pidieron, u ordenaron, seducir y espiar al embajador alemán en Madrid para disponer de más información. De alguna manera, Mata Hari obtuvo también cierta información secreta de Francia que pasó a los alemanes. O al menos esa fue parte de la acusación que le hizo Francia: haber pasado a los alemanes información sobre el desarrollo de un “buque tanque” británico, y haber confiado al enemigo los datos esenciales sobre la ofensiva aliada en el Chemin des Dames, que le permitió a Alemania derrotar a los franceses y provocar más de cincuenta mil bajas a su ejército.

Subscribete a nustro canal de YouTube
Conecta con nosotros
Últinas Noticias Ver todas
Boletín Semanal

Las noticias más relevantes de la semana en su email.

Tú contenido importa
Tú también puedes informar que pasa en tu comunidad o tus alrededores.
Videos, fotos y noticias para publicarla en nuestros medios.
Boletín Diario