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Santo Domingo.-El Día del Padre no es solamente una fecha marcada en el calendario, sino una jornada que convoca al corazón. Es ese momento íntimo en que la memoria se sienta con nosotros y nos pone frente a los ojos —y al pecho— la figura paterna: presente o ausente, cercana o lejana, biológica o elegida, pero siempre imborrable.
En un mundo que gira a velocidades impensables, donde las rutinas a menudo desplazan lo esencial, detenernos a honrar al padre es también rendir tributo a lo que permanece: la constancia, la guía, la ternura. Esos valores que rara vez hacen ruido, pero que nos marcan la vida entera.
La historia moderna del Día del Padre nos remonta a los Estados Unidos, a una época en que las mujeres comenzaban a tener voz y a levantarla por los vínculos afectivos. Sonora Smart Dodd, hija de un hombre que crió solo a seis hijos tras enviudar, propuso en 1909 establecer una jornada para homenajear a padres como el suyo. No pedía lujos ni monumentos; solo que se reconociera el amor silencioso de quienes, como su padre William, habían abrazado la paternidad como una misión de vida.
La primera celebración tuvo lugar el 19 de junio de 1910, en Spokane, Washington. Fue un acto sencillo pero cargado de simbolismo, y aunque no se oficializó de inmediato, la semilla estaba plantada. En 1972, el presidente Nixon la declaró festividad nacional. Desde entonces, el Día del Padre ha sido celebrado en cientos de países, con matices locales, pero con un mismo espíritu universal: gratitud.
En la República Dominicana, el Día del Padre se celebra el último domingo de julio, una diferencia que más que separar, enriquece. Es un día para compartir en familia, honrar la figura paterna con gestos que van desde un abrazo sentido hasta un sancocho servido con amor. Aquí, como en muchos rincones del Caribe, la figura del padre está asociada no solo al proveedor, sino al consejero, al hombre sabio que con pocas palabras lo dice todo, y cuya presencia estructura la vida de los hijos, aunque no siempre sepa cómo decir "te quiero".
Los dominicanos celebran con música, comidas familiares y homenajes en escuelas e iglesias. Pero más allá de la forma, lo que perdura es el fondo: el reconocimiento al amor hecho responsabilidad, al afecto forjado en trabajo, a los abrazos que se dan con los actos cotidianos.
Y como testimonio de que ser padre no es cuestión de ADN, sino de entrega, compartimos una anécdota real, de esas que no salen en los periódicos, pero transforman vidas.
Miguel tenía apenas siete años cuando su madre se casó con Don Ernesto, un hombre callado, de manos grandes y voz serena. No llevaba su sangre, pero desde el primer día le ofreció su tiempo, su disciplina y su ternura. Lo llevaba a la escuela, le enseñaba a pescar y le preparaba chocolate caliente los domingos en la mañana. Cuando Miguel se enfermó gravemente a los diez años, Don Ernesto no se despegó de su cama. Dormía en la silla del hospital, le contaba cuentos inventados y le pasaba la mano por la frente hasta que dormía.
Hoy, ya adulto, Miguel cuenta que nunca sintió la necesidad de conocer a su padre biológico. “Mi papá fue Ernesto. Él me enseñó lo que era ser hombre, no con discursos, sino con ejemplo.”
A todos los padres que se levantan cada día con la determinación de guiar, cuidar, formar…
A los que aprendieron a cambiar pañales, a peinar con torpeza, a llegar cansados pero sonriendo.
A los abuelos que fueron doblemente padres. A los padrastros que se convirtieron en faro.
A los tíos, maestros, vecinos que asumieron el rol con amor incondicional.
A los padres que ya partieron, pero siguen vivos en nuestras decisiones y recuerdos.
Gracias.
Porque cada gesto suyo —grande o pequeño— fue una lección.
Porque su amor, aunque a veces callado, fue siempre profundo.
Porque ser padre no es un título, es una entrega.
Feliz Día del Padre.
Que este día nos recuerde que lo esencial no siempre se dice, pero siempre se siente.
