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Internacionales 
  • Por: Agencias
  • viernes 03 marzo, 2023

De monja a militar: la novicia que escapó del convento y se travistió para luchar conquista de América

A principios del siglo XVII, hubo en España una joven novicia que un día escapó del convento en el que su padre la había ingresado, cortó al ras su larga cabellera y, con ropa de hombre que había cosido ella misma, partió sin mirar atrás. Travestida, Catalina de Erauso emprendió así un viaje que la llevaría a cruzar el Atlántico y recorrer casi toda América del Sur, desde Venezuela hasta Chile, como parte de la conquista española del continente, lo que le valió la increíble transición de pasar de ser una monja a un respetado militar.

Historia de la Monja Alférez, publicado por Banda Propia Editoras, es la narración en primera persona que Catalina de Erauso hizo de sus numerosas vidas, una autobiografía que comprende todos los nombres que utilizó y que, leída hoy en día bajo el tamiz de las nuevas concepciones identitarias, puede ser interpretada como uno de los primeros testimonios de un varón trans.https://9b6cf6faeb6a9e41fc61ca41367a7ddf.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-40/html/container.html

En el prólogo, cuyo comienzo puede leerse a continuación, la escritora chilena Lina Meruane define este libro como “la puesta en vida de un yo que se va construyendo secretamente contra las premisas biológicas del cuerpo que le tocó y de las normas culturales de su tiempo”. Aunque la veracidad de este testimonio fue reiteradamente puesta en duda, diversas pruebas de los más distintos orígenes dan cuenta de este “milagro vivo”, una curiosidad que resonó tanto en Europa como en América.Te puede interesar: El pacto entre las mujeres de un pueblo sin hombres: compartir al primero que pase para repoblar y sobrevivir

Pero más allá del análisis que pueda hacerse sobre su género (es inútil tratar de utilizar conceptos recientes para algo sucedido hace más de 400 años), la historia en sí de Erauso no tiene desperdicio: sus viajes, su ascenso a un alto cargo militar, las decenas de hombres que mató (incluido su propio hermano), las distintas condenas a la horca de las que se liberó, el duelo con el hombre que iba a casarse con la mujer de la que se había enamorado, y su muerte, cerca del 1650, en lo que hoy es México, donde tenía tierras, mulas y esclavos.

Prólogo a “Historia de la monja alférez” por Lina Meruane (fragmento)

infobae

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Llamadlo Erauso

En la escueta estirpe de las mujeres en las armas y en la acotada historia de las mujeres en las letras, la figura de la Monja Alférez ocupa un lugar ambiguo e incómodo, acechado por la incertidumbre. ¿Existió la monja o el alférez más allá del personaje que narra sus peripecias? ¿Y esa memoria que se le atribuyó a Catalina de Erauso, habrá sido escrita, como fue anunciado y se sigue diciendo, «por ella misma»? ¿Pudo haber, en el revés de su relación autobiográfica, una apócrifa mano de hombre? ¿Y quién fue, en esencia, el también llamado Alférez Monja? ¿Se podrá seguir asegurando, como se ha hecho por siglos, que se trató de una mujer meramente disfrazada, oculta por necesidad tras una máscara masculina? ¿O será que el traje varonil, la gestualidad hombruna, su avieso uso de la espada y el arcabuz, los nombres de hombre que eligió para sí, fueron los signos de su verdadera identidad? Acaso sea esta última la cuestión más controvertida y hasta ahora peor comprendida de su excepcional trayectoria.

Las mudanzas de Erauso

La suya es, a no dudarlo, una historia de transformaciones que desafiaron, antaño y todavía hoy, las definiciones del género en el doble sentido que esta palabra tiene. La obra de Erauso, más allá de su relato, es la puesta en vida de un yo que se va construyendo secretamente contra las premisas biológicas del cuerpo que le tocó y de las normas culturales de su tiempo. Pero importa retroceder al más acá de su relato, a las interrogantes suscitadas por el descubrimiento, en pleno siglo XIX, del supuesto manuscrito de esa fugitiva novicia española vuelta paje, grumete, asistente de mercader, soldado raso ascendido a alférez, heroico redentor de adúlteras perseguidas por sus maridos a la vez que estafador de mujeres, minero errante, juerguista y asesino prófugo, y en una contorsión postrera, destinada a eximir a Erauso de la horca, otra vez, aunque brevemente, virgen confesa en las Indias del siglo XVII.

¿Sería auténtica, o mera invención, la existencia de ese personaje transformista?, se preguntaron quienes encontraron, con dos siglos de retraso, la copia del supuesto original de su apasionante crónica; ¿sería cierto, insistieron, deseando que lo fuera (el texto era una rareza), que existió la tal Catalina de Erauso, aquella dama vasca de armas tomar?

Desde Londres, el estudioso Joaquín María de Ferrer —recordado ahora como el editor de la versión canónica del texto, la más reproducida, traducida y comentada—, y sus enviados, en otras latitudes y meridianos, iniciaron sus averiguaciones en archivos eclesiales del norte de España y, en efecto, encontraron prueba fehaciente de una Catalina o Catarina o Catharina de Erauso —o Erauzo, Herauso, Arauzo, Araujo— que coincidía con ciertas señas biográficas del relato. Había, sin embargo, un inexplicable desajuste de fechas: según los libros la Erauso de hueso y carne había sido bautizada en 1592, fecha demasiado tardía si en efecto había nacido en 1585, como se afirma en el escrito autobiográfico.

Continuaron inquiriendo, entonces, si podía ser cierto que la descendiente de la alcurnia vascuence pudo haber sido enviada al convento de San Sebastián el Antiguo a la edad de cuatro años con sus otras tres hermanas. Y así había sido: Erauso padre, cortesano de Felipe II y su servidor en la Guerra de Flandes, había prometido enviar a sus cuatro hijos a conquistar lo que quedaba sin someter en América (y así asegurar el patrimonio financiero de la familia) y había hecho voto también de mandar a sus hijas al convento (para mantener el patrimonio moral del apellido) si él sobrevivía: cosa que hizo.Te puede interesar: Poemas de una antigua Rusia queer para la actual Rusia anti-LGBT+

Los enviados del filólogo Ferrer pesquisaron en los archivos del claustro dominico documentación que sostenía, como dato irrefutable, que las tres hermanas mayores habían profesado y muerto en ese encierro, no así la cuarta, de la que no se decía casi nada salvo que con quince años engañó a la priora, su tía, le robó las llaves y huyó del convento y de quien había sido. Nunca más fue habida con el nombre de Catalina, nunca, o mejor decir, no hasta muchos años más tarde. Lo que sucedió a continuación (lo que se lee en las páginas que siguen a este prólogo) resultaba más arduo de comprobar, aunque no del todo imposible de verificar para Ferrer, el editor de la primera versión impresa —en castellano, en París, en 1829—, ni para los sucesivos impresores en castellano así como en múltiples traducciones.

¿Qué sucesos eran esos de tan difícil verificación?

Que la novicia rebelde se hubiera cosido ropas de muchacho y cortado esa cabellera larga «que había criado con regalo» (según otra versión del texto, hallada en 1995).

Que se hubiera aplicado un doloroso «emplasto» para secar sus pechos (como se dice que contó Erauso en una instancia presencial).

Que, urdiendo su propia trama de evasión picaresca, hubiera atravesado, a lo largo de tres años, las miles de leguas que separaban San Sebastián de la ciudad de Sevilla usando ropa de criado y el nombre de Francisco de Loyola.

Y que desde San Lúcar de Barrameda se embarcara hacia el Nuevo Mundo siguiendo la ruta de sus hermanos, sumiéndose en nuevos nombres, asumiéndose hombre.La autora chilena Lina Meruane escribió un esclarecedor prólogo para "Historia de la Monja Alférez". La autora chilena Lina Meruane escribió un esclarecedor prólogo para "Historia de la Monja Alférez".

Saltando las contradicciones, obviando la imposibilidad de encontrar evidencia probatoria para cada paso dado por Erauso, pudo afirmarse en el siglo XIX que Erauso existió: consta su acta de bautizo y su noviciado en cuerpo de mujer, su travesía por tierra española y su paso marino hacia las colonias en atuendo de hombre.

Se sabe que travestido, trasterrado, trasatlántico, Erauso erraría unos veinte años por las colonias americanas. Recorrería la costa norte de Venezuela (Punta de Araya), Colombia (Cartagena, Nombre de Dios) y Panamá. Se haría asistente de mercader en lo que hoy es Perú (Paita, Saña, Trujillo). Perdería el rumbo y por poco la vida en el desierto ahora chileno, camino a la actual Argentina (Tucumán, La Plata) y Bolivia (Potosí, Cochabamba, La Paz). Y hacia el final de su periplo, siempre ejerciendo la estafa y la pendencia, regresaría a Lima, al Cuzco, a Guamanga, aunque quizás lo más definitorio y lo más celebrado de su gesta fue el haberse hecho soldado en el irredento sur del reino de Chile (Concepción, Valdivia, Purén).

En la frontera con la Araucanía se unió a las huestes imperiales para luchar durante cuatro años contra los aguerridos mapuche. Fue la osadía de recuperar la bandera metropolitana arrebatada por los indios lo que le valió a Erauso (conocido ya como Alonso Díaz Ramírez de Guzmán) el grado de alférez. Ese reconocimiento no le duró demasiado, sin embargo: castigado en oscuras circunstancias amorosas o militares se le envió a uno de los puntos más álgidos de una guerra que algunos historiadores aún llaman, equívocamente, de pacificación. Comprendiendo la precaria situación en la que estaba, Erauso desertó y emprendió de nuevo su destino de «andar y ver mundo» en una deriva cada vez más arriesgada, violenta y disoluta.

Sumando y restando excesivas escenas de espada, daga y arcabuz que a los estudiosos de algunas épocas les resultaron inverosímiles o novelescas, Erauso estuvo en prisión en una docena de oportunidades, por faltas leves, alguna vez, y otras por disputas y duelos surgidos en la mesa de juego; participó en ocho reyertas en las que derramó la sangre de sus rivales y sufrió heridas propias, y donde mató, a «golpes sin misericordia» (así lo describió Ricardo Palma, el gran cronista de las «tradiciones» peruanas), a unos once, incluyendo, en un confuso duelo nocturno, a su propio hermano Miguel quien, habiéndolo acogido sin saber que se trataba de otro Erauso, lo acusa de traidor.

Y aunque siempre huye, quiso «su desgracia» que se vaya estrechando el cerco a su alrededor. Por más que se batiera contra quienes lo acechaban, se levanta una orden perentoria de aprehenderlo. Dos veces se le condena a la horca y en ambas ocasiones se libra de la ejecución. La primera, con la soga ya al cuello, se descubre que mentían quienes habían rendido testimonio en su contra (Erauso tenía las manos muy manchadas de sangre pero nadie había presenciado el crimen de la noche anterior). La segunda vez, asilado en la catedral de Guamanga (Ayacucho), le revela al obispo que aunque ha llevado vida de hombre su cuerpo es femenino, virginal y religioso.

No es la primera vez que Erauso revela («revelación» es la palabra elegida) la condición o «estado» de su cuerpo con fines estratégicos. No es tampoco la única vez que un prelado queda «suspenso» o «maravillado» ante su descubrimiento, pero en esta última coyuntura la revelación de su excepcionalidad le salva la vida y le confiere otro estatuto. El obispo manda que purgue sus crímenes un par de años en dos conventos peruanos de distintas órdenes mientras se espera confirmación de que Erauso (referido durante ese tiempo con el inimputable nombre de Catalina) no había profesado y que por ello su vida no le pertenecía a Dios.Te puede interesar: Una mujer que, tras una separación, escapa al campo y pierde su lenguaje y su humanidad en “Casi perra”

Erauso, la que había eludido toda forma de confinamiento, debió volver en ese lapso a tres modos de encierro: a los muros de la vida conventual, al presidio de un cuerpo calificado otra vez de femenino, y a esa otra prisión que sería la mirada asombrada de sus contemporáneos. Su transgresión, ahora pública, provocaba una «extraña admiración»; su rareza era una «curiosidad» en Europa y en las colonias, en una época encandilada por lo fantástico y lo milagroso, fascinada por la figura monstruosa de la mujer viril, la virago.

Es la excepcionalidad de Erauso lo que asegura que su caso quede anotado en diversas instancias leguleyas y en distintos archivos: hay no pocas declaraciones de gentes que certifican haberlo conocido, hay cartas que lo describen como de «apariencia más bien masculina», hay retratos que estampan su rostro en la tela: uno (ahora extraviado) corrió por mano del artista italiano Francesco Crescenzi, otro (el que todavía circula) fue atribuido por siglos al famoso Francisco Pacheco y a veces a su discípulo, Diego de Velázquez, pero hoy se cree que fue realizado por el artista barroco Juan van der Hamen y León. Sea de quien haya sido, ante alguno de ellos se sentó Erauso (o, según se anota en el lienzo, «el alférez doña Catalina D. Herauzo») con el pelo recortado a la usanza, la mirada adusta y apenas estrábica, la nariz recta y algo prominente, los labios curvados en una mueca de displicencia y, acentuando su ambigüedad, siempre a medio camino entre una identidad y otra —aquí entre caballero y militar—, lleva en su cuello una gorguera de tela demasiado ancha para la batalla pero asimismo lleva gola y cubrenuca metálicos que son piezas de armadura, y un chaleco de ante anudado que se colocaba debajo como protección.

El regreso de Erauso a Europa (entre 1624 y 1626) será tan transitorio como imperativo: el alférez debe validar su arrojo castrense para merecer una pensión militar, y, dada la ilegalidad del travestismo en la España católica, debe conseguir dispensa civil y exención eclesial que perdonen su anomalía y avalen su masculinidad. Logra mucho más que eso, en virtud de su célebre estatuto de «milagro vivo», y de su filiación viril con los poderes reales y religiosos. En Madrid el rey Felipe IV lo recibe en audiencia, y tras papeleos de pedimento le concede una renta vitalicia por los servicios prestados en «las guerras del reino de Chile y del Pirú, habiendo pasado a aquellas partes en hábito de varón por particular inclinación» (así señala en el documento recogido en el Archivo de Indias) y, de manera excepcional, el monarca le entrega una Cédula Real para retornar a América en la que se establece que Erauso no será sometido a ninguna forma de escrutinio. En Roma, a donde llega en hábito cortesano tras no pocos tropiezos, Erauso le refiere al Papa Urbano VIII, «en breve, y lo mejor que supe, mi vida y correrías, mi sexo y virginidad», y este, «extrañado» pero afable, le otorga una bula para que viva como hombre siempre que actúe de manera honesta y se abstenga de ofender al prójimo en el más antiguo de los virreinatos, el de la Nueva España.

Es ahí donde la narración se interrumpe.

Solo se completa desde los archivos: el Alférez Antonio de Erauso (este sería su último nombre) se radicaría en una ciudad del actual México, se haría arriero, tendría mulas y esclavos negros, desafiaría a duelo, una vez más, contrariando su promesa, al hombre que iba a casarse con la mujer de la que Antonio se había enamorado. Los rivales no llegaron a batirse y su última seña es que en 1650, en un voluntario anonimato, en cuerpo de mujer, en persona de hombre, murió Erauso.

De su tumba, se dice, no ha quedado rastro. Fuente INFOBAE

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