El analista de Defensa hizo públicos los informes que mostraban las mentiras del Gobierno estadounidense sobre la guerra de Vietnam
Washington, EEUU.- Ese convulso capítulo de la historia de Estados Unidos que va de la guerra de Vietnam a la dimisión en 1974 del presidente Richard Nixon por el escándalo del Watergate quedó este viernes un poco más cerca de su cierre con la muerte a los 92 años de Daniel Ellsberg, legendario filtrador de los Papeles del Pentágono.
Ellsberg falleció en su casa de Kensington (California), según confirmó su familia en un comunicado. En marzo había hecho público que padecía un cáncer de páncreas incurable.
En 1971, compartió con Neil Sheehan, redactor de The New York Times fallecido en 2021, un voluminoso dosier que contaba la historia de la implicación de Estados Unidos en Indochina desde la Segunda Guerra Mundial hasta mayo de 1968. Su confección fue encargada en 1967 por el secretario de Defensa, Robert S. McNamara. La idea era recopilar un compendio de sabiduría bélica para que los que vinieran detrás aprendieran de los errores que él había cometido. Los Papeles del Pentágono sirvieron para abrir los ojos de los estadounidenses al demostrar que la Administración del entonces presidente Lyndon B. Johnson había mentido a conciencia a la opinión pública, así como al Congreso, sobre el verdadero papel de la potencia en la guerra Vietnam y sobre las posibilidades reales de salir victoriosos.
Ellsberg, exconsultor de Defensa que en el momento de la filtración trabajaba en la RAND Corporation, participó en ese informe con otros 36 expertos. Sus más de 7.000 páginas acabaron siendo desclasificadas en 2011. Hizo una copia de los papeles en 1969 con la esperanza de que si veían la luz eso aceleraría el final de la guerra, a la que había empezado a oponerse con firmeza. Por la filtración fue acusado conspiración, espionaje y robo de documentos propiedad del Gobierno, cargos de los que más tarde sería exonerado.
Revelación en un baño
Aquella decisión de tirar de la manta la tomó, explicó después, por convicción pacifista años después de haber pasado 18 meses acompañando a los soldados sobre el terreno en Vietnam, donde pudo comprobar la brutalidad de la guerra. La epifanía llegó finalmente tras asistir a una reunión de activistas antibelicistas. “Salí del auditorio y me metí en el baño, que estaba vacío”, escribió en 2002 en sus memorias. “Me senté en el suelo y lloré durante más de una hora, solo sollozaba. Es la única vez en mi vida que me pasó algo así”. En aquellas páginas, recordaba también la desilusión de “toda una generación” ante una guerra “desesperada e interminable”.
La filtración tuvo enormes y variadas consecuencias. Hizo historia de la libertad de expresión de Estados Unidos, cuando el presidente Richard Nixon, que lo era desde 1969, obtuvo una orden judicial para detener la publicación del Times, que empezó a dedicarle primeras planas a la fenomenal exclusiva el 13 de junio de 1971, con el argumento de que la seguridad nacional estaba en juego.
Eso provocó un encendido debate sobre la Primera Enmienda que acabó en el Tribunal Supremo. El 30 de junio de 1971, sus nueve miembros decidieron por una votación de seis contra tres permitir la publicación. Tanto el Times como The Washington Post, a los que después se fueron sumando otros medios, pudieron continuar entonces con la difusión de esas revelaciones. La cobertura le valió al diario neoyorquino el premio Pulitzer de servicio público. Esa historia la contó Steven Spielberg desde la óptica del Post en la película Los archivos del Pentágono (2017), en la que el actor Matthew Rhys interpretó a Ellsberg.
A Nixon al principio no le preocupó demasiado la filtración; después de todo, sus revelaciones paraban antes de que él tomara posesión. Aun así, acabaron significando el principio de su fin cuando, azuzado por Henry Kissinger, se tomó como algo personal castigar a Ellsberg y ofrecer un ejemplo disuasorio a los que estuvieran tentados de tomar su mismo camino. Decidió formar un equipo de “fontaneros de la Casa Blanca” a los que dotó de financiación secreta para que se pusieran a la tarea. “No puedes dejar que el judío [por Ellsberg] robe esas cosas y se salga con la suya. ¿Lo entiendes?”, le dijo a su jefe de gabinete, H. R. Haldeman, en las grabaciones ilegales de las conversaciones del presidente en el Despacho Oval que serían claves en su caída.
En la entrada de su diario del 20 de junio de 1971, Haldeman escribe: “Estos papeles no son importantes en sí mismos. Lo importante es que alguien los robó y que el Times los ha publicado. [Nixon] está fuertemente convencido de que tenemos que hacer pagar a Ellsberg por lo que ha hecho”.
“Nixon entendió que ganar o perder su presidencia [en las siguientes elecciones] dependía de su política exterior”, escribe Garrett M. Graff en Watergate: A New History (2022). “Los Papeles del Pentágono amenazaban todo su plan en esa materia”. El aparato de espionaje bajo cuerda se comportó como una bola de nieve que acabó con el allanamiento de la oficina de los demócratas en los apartamentos Watergate en Washington en 1972. Aquel suceso dio origen a otra gran historia del periodismo moderno estadounidense, contada, entre otros, por Bob Woodward y Leonard Bernstein, reporteros de The Washington Post. Atrapado por sus mentiras, Nixon acabaría dimitiendo en 1974.
Cómo se produjo la filtración de los Papeles del Pentágono fue un asunto que quedó durante medio siglo protegido por el pacto de confidencialidad entre el periodista y su fuente, hasta que Sheehan murió hace un par de años. Dejó instrucciones de que su diario de toda la vida publicara una entrevista hecha seis años antes en la que por fin contaba su historia. Ellsberg, temeroso de las consecuencias de su decisión, solo le permitió leer los papeles, pero no llevárselos. Aprovechando un despiste de este, el reportero acabó sacándolos del apartamento del filtrador en Boston, y reunió a un creciente equipo de periodistas en un hotel de Nueva York para que peinaran los informes para convertirlos en noticia.
Sheehan no fue quien desveló la identidad de Ellsberg, que acabó entregándose a las autoridades. El asesor de seguridad nacional Henry Kissinger, que en otro tiempo fue su amigo y que lo sobrevive, lo definió como “el hombre más peligroso de Estados Unidos”.
La rabia de Nixon acabó siendo una bendición para Ellsberg, que se enfrentaba a penas de hasta 100 años. Lo juzgaron en Boston y en Los Ángeles. En la primera ciudad, el juicio quedó anulado cuando se supo que el Gobierno había intervenido conversaciones telefónicas entre un testigo de la defensa y su abogado. El juez de Los Ángeles desestimó los cargos después entrenarse que Gordon Libby y Howard Hunt, los más conspicuos fontaneros de la Casa Blanca, habían robado los informes psicológicos del acusado de la oficina de su psiquiatra en Beverly Hills.
Convertido tras aquella hazaña en escritor y activista, Ellsberg anunció el 1 de marzo pasado en un correo electrónico a su círculo íntimo que sufría cáncer de páncreas y que no iba a pasar por el trance de la quimioterapia; los médicos no le habían ofrecido ninguna garantía de éxito. También detallaba cómo pensaba pasar el tiempo que le quedara: dando charlas o entrevistas sobre la invasión rusa de Ucrania, sobre los peligros de las armas atómicas y sobre la importancia de proteger la Primera Enmienda de la Constitución, la que garantiza la libertad de expresión.
En aquella carta, que luego hizo pública en Twitter, escribió: “Cuando copié los Papeles del Pentágono en 1969, abundaban las razones para pensar que pasaría el resto de mi vida entre rejas. Era un destino que habría aceptado con mucho gusto si significaba acelerar el final de la Guerra de Vietnam, algo que entonces parecía (y era) improbable. Con todo, y de modos bastante imprevisibles para mí, fue eso lo que acabó pasando (…) y pude pasar los últimos 50 años con mi mujer, Patricia, con mi familia, y con vosotros, mis amigos”.
Durante ese medio siglo, Ellsberg ejerció de activista por la libertad de expresión y contra la proliferación de armas nucleares y se opuso con firmeza a las guerras de Irak y Afganistán. También abogó por la defensa de otros filtradores, para los que siempre fue un modelo a seguir; desde el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, la exanalista de inteligencia del Ejército Chelsea Manning o Edward Snowden, que desveló secretos del programa de vigilancia de Estados Unidos.