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  • Por: Cándido Mercédes
  • martes 12 marzo, 2024

El poder, sus relaciones, intereses y el estadista


“Pero la existencia humana no está gobernada por la miseria y el padecimiento. Solo en cuanto a su apariencia exterior la existencia es esfuerzo y fatiga. No existe en realidad lo enteramente otro… Solo el sí mismo obstinado en sí mismo, abstracto, vomita al ver el mundo”. (Byung-Chul Han: Hegel y el Poder).


El poder trae en sí mismo, lo biológico y lo social. Lo social poda, surca, diseña, socializa lo animal que hay en nuestra especie, como espacio de lo natural. La escultura de lo social nos traza límites a lo largo de la historia, como ortogénesis para poder configurarnos como la especie de la eternidad en el planeta.

Empero, el poder se fragua y se ramifica al mismo tiempo. Se amorfa y metamorfosea, convirtiéndose como ente de diferenciación en la jerarquía de la estratificación del poder y sus derivaciones económicas, simbologías de estatus y, en consecuencia, de dominación.


Es así como el poder se decanta y crea el clima social a lo largo de la evolución humana. La diferenciación pues, se determina en el interregno, en el campo de lo sociohistórico en: el poder de la fuerza física, en el poder de las creencias (teocracia), el poder geopolítico, territorial, militar, el poder económico. Ellos, matizados, se han configurado y al mismo tiempo constituyeron un cuerpo inextricablemente unido, para generar la fuerza de su esencia caracterizadora: la imposición. Imposición que expande y ramifica en las relaciones de poder, en los intereses que se crean y el axioma y corolario con que se expresan todas esas dimensiones en la sociedad y el Estado.


El Estado se convierte así, en la máxima expresión de los distintos poderes. Es cuando lo definimos como la sociedad políticamente organizada. El espacio de la conflictividad donde interactúan todos los intereses y se determinan las negociaciones en función de las relaciones de poder. El Estado desde la visión marxista es la dominación de una clase sobre otras y los demás sectores subalternos.


El Estado, más allá de su fenomenología social, es un producto histórico-social que expresa el grado de desarrollo de las fuerzas productivas. En tanto categoría histórica, determina el interregno de la historia. La definición de Rodrigo Borja es medular “Caracterizado esencialmente por la ordenación jurídica y política de la sociedad, el Estado constituye el régimen de asociación humana más amplio y complejo de cuantos ha conocido la historia del hombre. Es el último eslabón de la larga cadena de las formas de organización de la sociedad creados por su instinto gregario y representa la primera forma propiamente política de asociación, puesto que tiene un poder institucionalizado que tiende a volverse impersonal”.


El Estado no es pues, ni inmóvil ni inmutable, ha de recrear, de reproducir la dinámica de la sociedad en todas sus instancias: En la infraestructura, en la superestructura. Ha de evolucionar, ya que es el único ente organizado del que el ser humano no puede prescindir. Él es todo lo legal constituido. Vivir en sociedad sin Estado es una perplejidad cuasi iconoclástica.

Las sociedades sin Estado acusan una anomia social, institucional y económica que degrada al país, y no se puede hablar de nación.


Las elecciones, en el caso de nuestro país, se verifican cada cuatro años. Ellas se convierten en el punto álgido de la competencia por el poder político para acceder al mismo. Allí donde los actores políticos han de diseñar y crear sus políticas públicas. Su cosmovisión del poder, de sus relaciones, de sus intereses. Es allí, desde el Estado mismo, que sabemos quiénes son, más allá de la palabra, más allá de su pensamiento y el decir.


Las elecciones del 19 de mayo del presente año tienen como expectación que a partir de ella ha de surgir, como consecuencia de las circunstancias, del desafío de la historia, una nueva irrupción, eclosión, con visión y característica de un estadista. Un estadista per se, no es necesariamente el que dirige un Estado. Desde 1996 la Republica Dominicana no ha tenido un estadista, en la definición restringida del concepto.


Un estadista es aquel que mira más allá de la curva, aquel que combina armónicamente el equilibrio entre el presente y el futuro. Es aquella persona que no piensa en sus intereses personales, particulares, de partidos.

Se convierte en un puente, donde los intereses de la sociedad, desde la dimensión societal, colectiva, es la guía que lo pauta. Construye sinergia en el horizonte real para empujar las transformaciones que hay que hacer. Un estadista, por antonomasia, es valiente. Impugna la rutinización, la mera administración para cristalizarse en el arte de gobernar, en la dirección de una visión de país.


El estadista tiene que desarrollar el carácter, actuar con firmeza y se convierte en el interlocutor, negociador, desde el Estado mismo, para impulsar el carro de la historia. El estadista no se adocena en el poder por el poder.

Comprende que este es efímero y que lo único que lo colocará en la cima de la historia, con el tiempo, es asumir los desafíos de su época. El estadista no asume la procrastinación permanente como aroma de argumentación para no hacer los cambios que amerita la sociedad. El estadista no se aliena en el poder. El poder no genera un ensimismamiento. Comprende al alcance de su destino. No piensa en las próximas elecciones, sino en las próximas generaciones.

El Estado no lo enajena en sí mismo. Byung-Chul Han, esta vez en su libro Sobre el Poder, señala “Luhmann sabe muy bien que el ejercicio de poder como proceso de selección es dependiente de las estructuras del sistema. El sistema genera una determinada constelación de posibilidades de acción, entre los cuales tiene lugar una comunicación propia del poder. De este modo, el poder es una selección dependiente de las estructuras”.

El Estado dominicano en esta etapa histórica, requiere de quienes lo dirijan una asunción real de estadista, que ellos absorban prontamente que el desafío se bifurca.

Por un lado, una gran oportunidad para realizar los cambios proactivamente sin un calado profundo de incertidumbre y desesperanza. Por el otro, que los cambios deriven por la erosión sin par de una alta conflictividad y violencia, merced a los conflictos sociales que se ciernen en el horizonte a mediano plazo.


Vivimos en una sociedad con una paz social aparente, definido en el Informe del Riesgo Político “como aquella sociedad que no ha resuelto los problemas estructurales, sino que los ha ido posponiendo”.

Desde los años 90 del siglo pasado estamos hablando de la deuda social acumulada. Ellas están ahí, impertérritas, mirándonos con miradas agigantadas del peso lacerante de sus miserias materiales.

La sociedad más desigual de la región en el acápite donde el 1% de la población más rica tiene el 30.5% de los ingresos, y el 10% más rico ostenta el 55%. No somos la sociedad más desigual como línea total. Sí en el renglón esbozado precedentemente. Brasil, Colombia, Chile lideran el ranking mayor de la desigualdad en Latinoamérica.


Este momento crucial de nuestra historia interpelará al que gane que actúe verdaderamente como estadista, más allá de su personalidad, de sus fortalezas y debilidades. Tendrá que neutralizar las debilidades que le impidan hacer los cambios que el país requiere urgentemente.

Es “muy cómodo” desde 2008 tomar un promedio de un 3.1% del PIB, endeudamiento, en préstamos, para llevar el gasto a un 18% cuando la presión tributaria ronda entre un 14 y un 15%.

Estamos pagando un 3.6% del PIB solo en INTERESES de la deuda, cuasi el equivalente al 4% de la inversión en educación. Esto es, de cada RD$100.00 pesos que recauda la economía de ingresos tributarios, tenemos que pagar RD$25.00. Eso afecta a corto, mediano y largo plazo a los sectores más pobres, más vulnerables de la sociedad.


El tramo, ineludible, inexorable, pondera en la necesidad de articular con velocidad una clase dirigente que al decir J. H. Meisel, “que tres notas (las 3 C), caracterizan a una clase dirigente: Conciencia, Coherencia y Conspiración”.

La conspiración se ha hecho inevitable en cada etapa de la historia para mover el establishment.

El llamado al estadista es, no solamente de mover a ese establishment para evitar un estallido social, es al mismo tiempo repensar a los representantes de la ciudadanía en el Estado a través de un loable estudio de la estasiología que conduzca a una renovación del sistema de partidos.


La sociedad dominicana urge de una nueva estática social y para ello es indispensable una cruzada de acciones y decisiones bajo la sombrilla acicalada de un estadista, que acometa las reformas estructurales y fortalezca más las instituciones y la institucionalidad en el encuentro cierto, cimentado y granulado en el concierto de un estadista , en el coro de 4-40 de la agenda de su pueblo.

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