Era abril, y sobre Santo Domingo caía un sol inclemente, pero aún más ardiente era la llama de la dignidad que brotaba de las entrañas del pueblo dominicano. Corría el año 1965, y la ciudad se convirtió en el escenario de uno de los capítulos más heroicos y dolorosos de nuestra historia: la Revolución de Abril.
No fue una simple revuelta ni un golpe de estado más; fue una insurrección cívico-militar con alma popular, con el corazón puesto en el retorno de la constitucionalidad, en el regreso legítimo del presidente Juan Bosch, elegido por el voto del pueblo y derrocado por la conspiración.
La chispa estalló el 24 de abril, cuando jóvenes militares de conciencia democrática, comprometidos con los ideales del Partido Revolucionario Dominicano, se unieron a civiles armados, trabajadores y obreros radicalizados, en un gesto de valentía sin igual.
Bajo la sombra del pasado trujillista y la mirada esquiva de los viejos sectores del poder, emergió una alianza entre clases —la burguesía urbana, los obreros, los sindicatos— que desbordó los cálculos de sus propios impulsores. Lo que comenzó como una conspiración, pronto se transformó en una formidable insurrección nacional.
La ciudad de Santo Domingo se convirtió en el corazón palpitante de la lucha. Desde los barrios más humildes hasta los sectores medios, se organizaron los llamados comandos, células de poder popular que operaban como verdaderas trincheras urbanas. Armados de valor y rifles, los hombres y mujeres de los comandos combatieron codo a codo con militares constitucionalistas, todos bajo la dirección del coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó, figura emblemática y símbolo indiscutible de la resistencia.
Pero la esperanza de restaurar el gobierno legítimo de Bosch no tardó en ser amenazada. Mientras los constitucionalistas se preparaban para un ataque decisivo a la base aérea de San Isidro, los sectores conservadores del viejo régimen, encabezados por Wessin y Wessin y el general Benoit, llamaron a su viejo aliado: los Estados Unidos. Y así, el 28 de abril, los marines desembarcaron una vez más en tierra dominicana, en lo que sería la segunda ocupación militar estadounidense en menos de medio siglo.
Cuarenta y dos mil soldados del norte llegaron con el pretexto de “proteger vidas e intereses”, pero en la práctica, su presencia respondió al viejo temor del imperio: que el Caribe volviera a levantar una bandera roja. La lucha, que ya era dura, se tornó desigual. A pesar de todo, los constitucionalistas resistieron con valentía desde la Ciudad Colonial, donde se atrincheraron frente al asedio de fuerzas muy superiores.
Entre los ecos de metralla y los gritos de rebeldía, se libró una de las batallas más decisivas: la del Puente Duarte. Allí, el pueblo en armas enfrentó y derrotó a las tropas del CEFA, desbaratando momentáneamente el aparato represivo del régimen. Fue una muestra sublime del poder de la voluntad popular, un acto de dignidad que quedó grabado en la memoria de la nación.
Pero los vientos del norte soplaban fuerte, y con ellos, la presión para sofocar la llama revolucionaria. Washington respaldó la formación de un gobierno títere, el llamado Gobierno de Reconstrucción Nacional, encabezado por el general Imbert Barreras. Un gobierno sin alma ni legitimidad, diseñado para impedir el regreso de Bosch y silenciar el clamor popular.
La resistencia fue heroica, pero la superioridad militar extranjera, unida a las traiciones internas y la falta de expansión del movimiento hacia el interior del país, hicieron mella. Poco a poco, los constitucionalistas fueron forzados a la mesa de negociaciones. La revolución, cercada y golpeada, terminó por ceder ante la realidad impuesta por la intervención.
La guerra de abril concluyó, pero dejó profundas cicatrices. La ocupación estadounidense impidió el retorno a la constitucionalidad, instauró un gobierno subordinado y pavimentó el camino para el ascenso electoral de Joaquín Balaguer, bajo la tutela del poder imperial. Sin embargo, también encendió una chispa de conciencia en generaciones futuras.
Hoy, cuando se recuerda la Revolución de Abril, no se habla solo de un conflicto armado. Se evoca una epopeya popular que desafió a los poderosos, que demostró que el pueblo dominicano, armado de ideales y valor, puede enfrentar incluso al más imponente de los imperios. Fue una lucha por la soberanía, por la justicia y por el derecho a soñar con una patria libre.
Y aunque la historia fue escrita con sangre y fuego, lo cierto es que abril no fue una derrota. Fue un grito. Un grito que aún resuena en las calles de Santo Domingo, como un eco que nos recuerda que la libertad, aunque postergada, jamás será vencida.